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EL SOCIALISMO COMUNICACIONAL COMUNAL DEBE SER COMO EL RAYO DEL CATATUMBO

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PERSONAJES SACRIFICADOS POR EL CONTENIDO DEL MENSAJE DE LUCHA A FAVOR DE JUSTICIA DE LOS PUEBLOS

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Porque vivir en una comunidad como esta, por nosotros fundada, es ver el reino de Dios, es conocer el reino. Entonces, con el término el reino de los cielos o reino de Dios, Nuestro Señor Jesucristo quiso significar una sociedad superior, en verdad futura, pero cuya esencia ya se encuentra aquí, en esta comunidad. La cual hemos creado, de acuerdo a los secretos que él, SÓLO A NOSOTROS, nos había revelado, porque construyó las PARÁBOLAS de tal manera que los egoístas individualistas no podían entenderlas, y, por tanto, los secretos del reino permanecían ocultos a sus ojos, revelándose sólo a los partidarios del triunfo del interés colectivo. Era la manera de preservar el mensaje, para que pudiera permanecer, pasando intacto a través del tiempo; Jesús sabía que a los ricos les convendría ocultarlo, cambiarlo, tergiversarlo, disfrazarlo, y que lo harían con el inmenso poder que el dinero les da. Oigan nuestras experiencias, que ahora escribo, para dar a conocer las palabras de Jesús, esperando que las conserven como hasta ahora lo han hecho con las que, desde la antigüedad, se encuentran en las Escrituras

LA LUCHA CONTRA EL BUROCRATISMO,LA TITULOCRACIA EJEMPLO DEL DEBER SER DE UN REVOLUCIONARIO

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CUBA VIVE EL COMANDANTE FIDEL CASTRO

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jueves, 18 de enero de 2007

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LA CABILLA ECOLOGICA INSPIRADA EN EL EJEMPLO DEL LIBERTADOR SIMON BOLIVAR Y EL GRAN MARISCAL ANTONIO JOSE DE SUCRE .LA ECOLOGIA CIUDADANA PARA LOS EQUILIBRIOS DE LOS MEDIOS NATURALES DEL PLANETA TIERRA

3 comentarios:

RED ANFICTIONIA DE IMAGENES YSONIDOS dijo...

La lectura de este libro defraudará a quien espere fáciles enseñanzas en el arte de amar. Por el contrario, la finalidad del libro es demostrar que el amor no es un sentimiento fácil para nadie, sea cual fuere el grado de madurez alcanzado. Su finalidad es convencer al lector de que todos sus intentos de amar están condenados al fracaso, a menos que procure, del modo más activo, desarrollar su personalidad total, en forma de alcanzar una orientación productiva; y de que la satisfacción en el amor individual no puede lograrse sin la capacidad de amar al prójimo, sin humildad, coraje, fe y disciplina. En una cultura en la cual esas cualidades son raras, también ha de ser rara la capacidad de amar. Quien no lo crea, que se pregunte a sí mismo a cuántas personas verdaderamente capaces de amar ha conocido.
Pero la dificultad de la empresa no debe inducir a que se abstenga uno de tratar de conocer las dificultades y las condiciones de su consecución. A fin de evitar complicaciones innecesarias he procurado tratar el problema, en la mayor medida posible, en un lenguaje no técnico. Por la misma razón he hecho la menor cantidad de referencias a la literatura sobre el amor.
Otro problema que no pude resolver en forma enteramente satisfactoria, fue el de evitar la repetición de ideas expuestas en algunos de mis libros anteriores.


En particular, es el lector familiarizado con El miedo a la libertad, Ética y psicoanálisis, y Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, quien encontrará en el presente libro muchas ideas expresadas ya en aquéllos. Sin embargo, El arte de amar en modo alguno es una recapitulación. Presenta muchas ideas más allá de las anteriormente expresadas, y, como es natural, también las viejas adquieren a veces perspectivas nuevas por el hecho de centrarse alrededor de un tema, el del arte de amar.

ERICH FROMM



Quien no conoce nada, no ama nada. Quien no puede hacer nada, no comprende nada. Quien nada comprende, nada vale. Pero quien comprende también ama, observa, ve... Cuanto mayor es el conocimiento inherente a una cosa, más grande es el amor... Quien cree que todas las frutas maduran al mismo tiempo que las frutillas nada sabe acerca de las uvas.

PARACELSO



I. ¿ES EL AMOR UN ARTE?

¿Es el amor un arte? En tal caso, requiere conocimiento y esfuerzo. ¿O es el amor una sensación placentera, cuya experiencia es una cuestión de azar, algo con lo que uno «tropieza» si tiene suerte? Este libro se basa en la primera premisa, si bien es indudable que la mayoría de la gente de hoy cree en la segunda.

No se trata de que la gente piense que el amor carece de importancia. En realidad, todos están sedientos de amor; ven innumerables películas basadas en historias de amor felices y desgraciadas, escuchan centenares de canciones triviales que hablan del amor, y, sin embargo, casi nadie piensa que hay algo que aprender acerca del amor.

Esa peculiar actitud se basa en varias premisas que, individualmente o combinadas, tienden a sustentarla. Para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, y no en amar, no en la propia capacidad de amar. De ahí que para ellos el problema sea cómo lograr que se los ame, cómo ser dignos de amor. Para alcanzar ese objetivo, siguen varios caminos. Uno de ellos, utilizado en especial por los hombres, es tener éxito, ser tan poderoso y rico como lo permita el margen social de la propia posición. Otro, usado particularmente por las mujeres, consiste en ser atractivas, por medio del cuidado del cuerpo, la ropa, etc. Existen otras formas de hacerse atractivo, que utilizan tanto los hombres como las mujeres, tales como tener modales agradables y conversación interesante, ser útil, modesto, inofensivo. Muchas de las formas de hacerse querer son iguales a las que se utilizan para alcanzar el éxito, para «ganar amigos e influir sobre la gente». En realidad, lo que para la mayoría de la gente de nues¬tra cultura equivale a digno de ser amado es, en esencia, una mezcla de popularidad y sex-appeal.

La segunda premisa que sustenta la actitud de que no hay nada que aprender sobre el amor, es la suposición de que el problema del amor es el de un objeto y no de una facultad. La gente cree que amar es sencillo y lo difícil encontrar un objeto apropiado para amar -o para ser amado por él-. Tal actitud tiene varias causas, arraigadas en el desarrollo de la sociedad moderna. Una de ellas es la profunda transformación que se produjo en el siglo veinte con respecto a la elección del «objeto amoroso». En la era victoriana, así como en muchas culturas tradicionales, el amor no era generalmente una experiencia per¬sonal espontánea que podía llevar al matrimonio. Por el con¬trario, el matrimonio se efectuaba por un convenio -entre las respectivas familias o por medio de un agente matrimonial, o también sin la ayuda de tales intermediarios; se realizaba sobre la base de consideraciones sociales, partiendo de la premisa de que el amor surgiría después de concertado el matrimonio-. En las últimas generaciones el concepto de amor romántico se ha hecho casi universal en el mundo occidental. En los Estados Unidos de Norteamérica, si bien no faltan consideraciones de índole convencional, la mayoría de la gente aspira a encontrar un «amor romántico», a tener una experiencia personal del amor que lleve luego al matrimonio. Ese nuevo concepto de la libertad en el amor debe haber acrecentado enormemente la importancia del objeto frente a la de la función.

Hay en la cultura contemporánea otro rasgo característico, estrechamente vinculado con ese factor. Toda nuestra cultura está basada en el deseo de comprar, en la idea de un intercam¬bio mutuamente favorable. La felicidad del hombre moderno consiste en la excitación de contemplar las vidrieras de los ne¬gocios, y en comprar todo lo que pueda, ya sea al contado o a plazos. El hombre (o la mujer) considera a la gente en una forma similar. Una mujer o un hombre atractivos son los pre¬mios que se quiere conseguir. «Atractivo» significa habitual¬mente un buen conjunto de cualidades que son populares y por las cuales hay demanda en el mercado de la personalidad. Las características específicas que hacen atractiva a una persona dependen de la moda de la época, tanto física como mental¬mente. Durante los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, una joven que bebía y fumaba, emprendedora y se¬xualmente provocadora, resultaba atractiva; hoy en día la moda exige más domesticidad y recato. A fines del siglo XIX y comienzos de éste, un hombre debía ser agresivo y ambicioso -hoy tiene que ser sociable y tolerante- para resultar atrac¬tivo. De cualquier manera, la sensación de enamorarse sólo se desarrolla con respecto a las mercaderías humanas que están dentro de nuestras posibilidades de intercambio. Quiero hacer un buen negocio; el objeto debe ser deseable desde el punto de vista de su valor social y, al mismo tiempo, debo resultarle de¬seable, teniendo en cuenta mis valores y potencialidades mani¬fiestas y ocultas. De ese modo, dos personas se enamoran cuando sienten que han encontrado el mejor objeto disponible en el mercado, dentro de los límites impuestos por sus propios valores de intercambio. Lo mismo que cuando se compran bie¬nes raíces, suele ocurrir que las potencialidades ocultas suscep¬tibles de desarrollo desempeñan un papel de considerable im¬portancia en tal transacción. En una cultura en la que preva¬lece la orientación mercantil y en la que el éxito material cons¬tituye el valor predominante, no hay en realidad motivos para sorprenderse de que las relaciones amorosas humanas sigan el mismo esquema de intercambio que gobierna el mercado de bienes y de trabajo.

El tercer error que lleva a suponer que no hay nada que aprender sobre el amor, radica en la confusión entre la expe¬riencia inicial del "enamorarse" y la situación permanente de estar enamorado, o, mejor dicho, de «permanecer» enamorado. Si dos personas que son desconocidas la una para la otra, como lo somos todos, dejan caer de pronto la barrera que las separa, y se sienten cercanas, se sienten uno, ese momento de unidad constituye uno de los más estimulantes y excitantes de la vida. Y resulta aún más maravilloso y milagroso para aque¬llas personas que han vivido encerradas, aisladas, sin amor. Ese milagro de súbita intimidad suele verse facilitado si se combina o inicia con la atracción sexual y su consumación. Sin embargo, tal tipo de amor es, por su misma naturaleza, poco duradero. Las dos personas llegan a conocerse bien, su intimi¬dad pierde cada vez más su carácter milagroso, hasta que su antagonismo, sus desilusiones, su aburrimiento mutuo, termi¬nan por matar lo que pueda quedar de la excitación inicial. No obstante, al comienzo no saben todo esto: en realidad, conside¬ran la intensidad del apasionamiento, ese estar «locos» el uno por el otro, como una prueba de la intensidad de su amor, cuando sólo muestra el grado de su soledad anterior.

Esa actitud -que no hay nada más fácil que amar- sigue siendo la idea prevaleciente sobre el amor, a pesar de las abru¬madoras pruebas-de lo contrario. Prácticamente no existe ninguna otra actividad o empresa que se inicie con tan tremendas esperanzas y expectaciones, y que, no obstante, fracase tan a menudo como el amor. Si ello ocurriera con cualquier otra ac¬tividad, la gente estaría ansiosa por conocer los motivos del fracaso y por corregir sus errores -o renunciaría a la activi¬dad-. Puesto que lo último es imposible en el caso del amor, sólo parece haber una forma adecuada de superar el fracaso del amor, y es examinar las causas de tal fracaso y estudiar el significado del amor.

El primer paso a dar es tomar conciencia de que el amor es un arte, tal como es un arte el vivir. Si deseamos aprender a amar debemos proceder en la misma forma en que lo haríamos si quisiéramos aprender cualquier otro arte, música, pintura, carpintería o el arte de la medicina o la ingeniería.

¿Cuáles son los pasos necesarios para aprender cualquier arte?

El proceso de aprender un arte puede dividirse convenien¬temente en dos partes: una, el dominio de la teoría; la otra, el dominio de la práctica. Si quiero aprender el arte de la medi¬cina, primero debo conocer los hechos relativos al cuerpo hu¬mano y a las diversas enfermedades. Una vez adquirido todo ese conocimiento teórico, aún no soy en modo alguno compe¬tente en el arte de la medicina. Sólo llegaré a dominarlo des¬pués de mucha práctica, hasta que eventualmente los resulta¬dos de mi conocimiento teórico y los de mi práctica se fundan en uno, mi intuición, que es la esencia del dominio de cualquier arte. Pero aparte del aprendizaje de la teoría y la práctica, un tercer factor es necesario para llegar a dominar cualquier arte -el dominio de ese arte debe ser un asunto de fundamental im¬portancia; nada en el mundo debe ser más importante que el arte. Esto es válido para la música, la medicina, la carpintería y el amor-. Y quizá radique ahí el motivo de que la gente de nuestra cultura, a pesar de sus evidentes fracasos, sólo en tan contadas ocasiones trata de aprender ese arte. No obstante el profundo anhelo de amor, casi todo lo demás tiene más impor¬tancia que el amor: éxito, prestigio, dinero, poder; dedicamos casi toda nuestra energía a descubrir la forma de alcanzar esos objetivos y muy poca a aprender el arte del amor.
¿Sucede acaso que sólo se consideran dignas de ser apren¬didas las cosas que pueden proporcionarnos dinero o prestigio, y que el amor, que «sólo» beneficia al alma, pero que no pro¬porciona ventajas en el sentido moderno, sea un lujo por el cual no tenemos derecho a gastar muchas energías? Sea como fuere, este estudio ha de referirse al arte de amar en el sentido de las divisiones antes mencionadas: primero, examinaré la teoría del amor -lo cual abarcará la mayor parte del libro-, y luego analizaré la práctica del amor, si bien es muy poco lo que puede decirse sobre la práctica de éste como en cualquier otro campo.




II. LA TEORÍA DEL AMOR

1. EL AMOR, LA RESPUESTA AL PROBLEMA DE LA EXISTENCIA HUMANA
Cualquier teoría del amor debe comenzar con una teoría del hombre, de la existencia humana. Si bien encontramos amor, o más bien, el equivalente del amor, en los animales, sus afectos constituyen fundamentalmente una parte de su equipo instin¬tivo, del que sólo algunos restos operan en el hombre. Lo esen¬cial en la existencia del hombre es el hecho de que ha emergido del reino animal, de la adaptación instintiva, de que ha trascen¬dido la naturaleza -si bien jamás la abandona y siempre forma parte de ella- y, sin embargo, una vez que se ha arrancado de la naturaleza, ya no puede retornar a ella, una vez arrojado del paraíso -un estado de unidad original con la naturaleza- que¬rubines con espadas flameantes le impiden el paso si trata de regresar. El hombre sólo puede ir hacia adelante desarrollando su razón, encontrando una nueva armonía humana en reem¬plazo de la prehumana que está irremediablemente perdida.

Cuando el hombre nace, tanto la raza humana como el in¬dividuo, se ve arrojado de una situación definida, tan definida como los instintos, hacia una situación indefinida, incierta, abierta. Sólo existe certeza con respecto al pasado, y con res¬pecto al futuro, la certeza de la muerte.

El hombre está dotado de razón, es vida consciente de sí misma; tiene conciencia de sí mismo, de sus semejantes, de su pasado y de las posibilidades de su futuro. Esa conciencia de sí mismo como una entidad separada, la conciencia de su breve lapso de vida, del hecho de que nace sin que intervenga su vo¬luntad y ha de morir contra su voluntad, de que morirá antes que los que ama, o éstos antes que él, la conciencia de su sole¬dad y su «separatidad» *, de su desvalidez frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, todo ello hace de su existen¬cia separada y desunida una insoportable prisión. Se volvería loco si no pudiera liberarse de su prisión y extender la mano para unirse en una u otra forma con los demás hombres, con el mundo exterior.

La vivencia de la separatidad provoca angustia; es, por cierto, la fuente de toda angustia. Estar separado significa estar aislado, sin posibilidad alguna para utilizar mis poderes huma nos. De ahí que estar separado signifique estar desvalido, ser incapaz de aferrar el mundo -las cosas y las personas- acti¬vamente; significa que el mundo puede invadirme sin que yo pueda reaccionar. Así, pues, la separatidad es la fuente de una intensa angustia. Por otra parte, produce vergüenza y un senti¬miento de culpa. El relato bíblico de Adán y Eva expresa esa experiencia de culpa y vergüenza en la separatidad. Después de haber comido Adán y Eva del fruto del «árbol del conoci¬miento del bien y del mal», después de haber desobedecido (el bien y el mal no existen si no hay libertad para desobedecer), después de haberse vuelto humanos al emanciparse de la origi¬naria armonía animal con la naturaleza, es decir, después de su nacimiento como seres humanos, vieron «que estaban desnu¬dos y tuvieron vergüenza». ¿Debemos suponer que un mito tan antiguo y elemental como ése comparte la mojigatería del enfo¬que moralista del siglo XIX, y que el punto importante que el relato quiere transmitirnos es la turbación de Adán y Eva por¬que sus genitales eran visibles? Es muy difícil que así sea, y si interpretamos el relato con un espíritu victoriano, pasamos por alto el punto principal, que parece ser el siguiente: después que hombre y mujer se hicieron conscientes de sí mismos y del otro, tuvieron conciencia de su separatidad, y de la diferencia entre ambos, en la medida en que pertenecían a sexos distintos. Pero, al reconocer su separatidad, siguen siendo desconocidos el uno para el otro, porque aún no han aprendido a amarse (como lo demuestra el hecho de que Adán se defiende, acu¬sando a Eva, en lugar de tratar de defenderla). La conciencia de la separación humana -sin la reunión por el amor- es la fuente de la vergüenza. Es, al mismo tiempo, la fuente de la culpa y la angustia.

La necesidad más profunda del hombre es, entonces, la ne¬cesidad de superar su separatidad, de abandonar la prisión de su soledad. El fracaso absoluto en el logro de tal finalidad sig¬nifica la locura, porque el pánico del aislamiento total sólo puede vencerse por medio de un retraimiento tan radical del mundo exterior que el sentimiento de separación se desvanece -porque el mundo exterior, del cual se está separado, ha desa¬parecido-.

El hombre -de todas las edades y culturas- enfrenta la so¬lución de un problema que es siempre el mismo: el problema de cómo superar la separatidad, cómo lograr la unión, cómo tras¬cender la propia vida individual y encontrar compensación. El problema es el mismo para el hombre primitivo que habita en cavernas, el nómada que cuida de sus rebaños, el pastor egip¬cio, el mercader fenicio, el soldado romano, el monje medieval, el samurai japonés, el empleado y el obrero modernos. El pro¬blema es el mismo, puesto que surge del mismo terreno: la si¬tuación humana, las condiciones de la existencia humana. La respuesta varía. La solución puede alcanzarse por medio de la adoración de animales, del sacrificio humano o las conquistas militares, por la complacencia en la lujuria, el renunciamiento ascético, el trabajo obsesivo, la creación artística, el amor a Dios y el amor al Hombre. Y si bien las respuestas son muchas -su crónica constituye la historia humana- no son, empero, innumerables. Por el contrario, en cuanto se dejan de lado las diferencias menores, que corresponden más a la periferia que al centro, se descubre que el hombre sólo ha dado un número limitado de respuestas, y que no pudo haber dado más, en las diversas culturas en que vivió. La historia de la religión y de la filosofía es la historia de esas respuestas, de su diversidad, así como de su limitación en cuanto al número.

Las respuestas dependen, en cierta medida, del grado de in¬dividualización alcanzado por el individuo. En el infante, la yoidad se ha desarrollado apenas; él aún se siente uno con su madre, no experimenta el sentimiento de separatidad mientras su madre está presente. Su sensación de soledad es creada por la presencia física de la madre, sus pechos, su piel. Sólo en el grado que el niño desarrolla su sensación de separatidad e indi¬vidualidad, la presencia física de la madre deja de ser suficiente y surge la necesidad de superar de otras maneras la separati¬dad.

De manera similar, la raza humana, en su infancia, se siente una con la naturaleza. El suelo, los animales, las plantas, constituyen aún el mundo del hombre, quien se identifica con los animales, como lo expresa el uso que hace de máscaras ani¬males, la adoración de un animal totémico o de dioses anima¬les. Pero cuanto más se libera la raza humana de tales vínculos primarios, más intensa se torna la necesidad de encontrar nue¬vas formas de escapar del estado de separación.

Una forma de alcanzar tal objetivo consiste en diversas clases de estados orgiásticos. Estos pueden tener la forma de un trance autoinducido, a veces con la ayuda de drogas. Muchos rituales de tribus primitivas ofrecen un vívido cuadro de ese tipo de solución. En un estado transitorio de exaltación, el mundo exterior desaparece, y con él el sentimiento de separati¬dad con respecto al mismo. Puesto que tales rituales se practi¬can en común, se agrega una experiencia de fusión con el grupo que hace aún más efectiva esa solución. En estrecha re¬lación con la solución orgiástica, y frecuentemente unida a ella, está la experiencia sexual. El orgasmo sexual puede producir un estado similar al provocado por un trance o a los efectos de ciertas drogas. Los ritos de orgías sexuales comunales forma¬ban parte de muchos rituales primitivos. Según parece, el hom¬bre puede seguir durante cierto tiempo, después de la experien¬cia orgiástica, sin sufrir demasiado a causa de su separatidad. Lentamente, la tensión de la angustia comienza a aumentar, y disminuye otra vez por medio de la repetición del ritual.

Mientras tales estados orgiásticos constituyen una práctica común en una tribu, no producen angustia o culpa. Participar en ellos es correcto, e inclusive es virtuoso, puesto que constituyen una forma compartida por todos, aprobada y exigida por los médicos brujos o los sacerdotes; de ahí que no existan motivos para sentirse culpable o avergonzado. La situación es enteramente distinta cuando un individuo elige esa solución en una cultura que ha dejado atrás tales prácticas comunes. En una cultura no orgiástica, el alcohol y las drogas son los me¬dios a su disposición. En contraste con los que participan en la solución socialmente aceptada, tales individuos experimentan sentimientos de culpa y remordimiento. Tratan de escapar de la separatidad refugiándose en el alcohol o las drogas; pero cuando la experiencia orgiástica concluye, se sienten más sepa¬rados aún, y ello los impulsa a recurrir a tal experiencia con frecuencia e intensidad crecientes. La solución orgiástica se¬xual presenta leves diferencias. En cierta medida, constituye una forma natural y normal de superar la separatidad, y una solución parcial al problema del aislamiento. Pero en muchos individuos que no pueden aliviar de otras maneras el estado de separación, la búsqueda del orgasmo sexual asume un carácter que lo asemeja bastante al alcoholismo o la afición a las dro¬gas. Se convierte en un desesperado intento de escapar a la an¬gustia que engendra la separatidad y provoca una sensación cada vez mayor de separación, puesto que el acto sexual sin amor nunca elimina el abismo que existe entre dos seres huma¬nos, excepto en forma momentánea.

Todas las formas de unión orgiástica tienen tres caracterís¬ticas: son intensas, incluso violentas; ocurren en la personali¬dad total, mente y cuerpo; son transitorias y periódicas. Exactamente lo contrario ocurre en esa forma de unión que está le¬jos de ser la solución que con mayor frecuencia eligió el hom¬bre en el pasado y en el presente: la unión basada en la confor¬midad con el grupo, sus costumbres, prácticas y creencias. Volvemos a encontrar aquí una evolución considerable.

En una sociedad primitiva el grupo es pequeño; está inte¬grado por aquellos que comparten la sangre y el suelo. Con el desarrollo creciente de la cultura, el grupo se extiende; se con vierte en la ciudadanía de una polis, de un gran Estado, los miembros de una iglesia. Hasta el romano indigente se sentía orgulloso de poder decir civis romanus sum; Roma y el Impe¬rio eran su familia, su hogar, su mundo. También en la socie¬dad occidental contemporánea la unión con el grupo es la forma predominante de superar el estado de separación. Se trata de una unión en la que el ser individual desaparece en gran medida, y cuya finalidad es la pertenencia al rebaño. Si soy como todos los demás, si no tengo sentimientos o pensa¬mientos que me hagan diferente, si me adapto en las costum¬bres, las ropas, las ideas, al patrón del grupo, estoy salvado; salvado de la temible experiencia dé la soledad. Los sistemas dictatoriales utilizan amenazas y el terror para inducir esta conformidad; los países democráticos, la sugestión y la propa¬ganda. Indudablemente, hay una gran diferencia entre los dos sistemas. En las democracias, la no conformidad es posible, y en realidad, no está totalmente ausente; en los sistemas totali¬tarios, sólo unos pocos héroes y mártires insólitos se niegan a obedecer. Pero, a pesar de esa diferencia, las sociedades demo¬cráticas muestran un abrumador grado de conformidad. La ra¬zón radica en el hecho de que debe existir una respuesta a la búsqueda de unión, y, a falta de una distinta o mejor, la con¬formidad con el rebaño se convierte en la forma predominante. El poder del miedo a ser diferente, a estar solo unos pocos pasos alejado del rebaño, resulta evidente si se piensa cuán pro¬funda es la necesidad de no estar separado. A veces el temor a la no conformidad se racionaliza como miedo a los peligros prácticos que podrían amenazar al rebelde. Pero en realidad la gente quiere someterse en un grado mucho más alto de lo que está obligada a hacerlo, por lo menos en las democracias occi¬dentales.

La mayoría de las gentes ni siquiera tienen conciencia de su necesidad de conformismo. Viven con la ilusión de que son individualistas, de que han llegado a determinadas conclusiones como resultado de sus propios pensamientos -y que sim¬plemente sucede que sus ideas son iguales que las de la mayo¬ría-. El consenso de todos sirve como prueba de la corrección de «sus» ideas. Puesto que aún tienen necesidad de sentir al¬guna individualidad, tal necesidad se satisface en lo relativo a diferencias menores; las iniciales en la cartera o en la camisa, la afiliación al partido Demócrata en lugar del Republicano, a los Elks en vez de los Shriners, se convierte en la expresión de las diferencias individuales. El lema publicitario «es distinto» nos demuestra esa patética necesidad de diferencia, cuando, en realidad, casi no existe ninguna.

Esa creciente tendencia a eliminar las diferencias se rela¬ciona estrechamente con el concepto y la experiencia de igual¬dad, tal como se está desarrollando en las sociedades industria les más avanzadas. En un contexto religioso, igualdad significó que todos somos hijos de Dios, que todos compartimos la misma sustancia humano-divina, que todos somos uno. Signifi¬caba también que deben respetarse las diferencias entre los in¬dividuos, que, si bien es cierto que todos somos uno, también lo es que cada uno de nosotros constituye una entidad única, un cosmos en si mismo. Tal convicción acerca de la unicidad del individuo se expresa, por ejemplo, en la sentencia tal¬múdica: «Quien salva una sola vida, es como si hubiera sal¬vado a todo el mundo; quien destruye una sola vida, es como si hubiera destruido a todo el mundo.» La igualdad como una condición para el desarrollo de la individualidad fue, asimismo, el significado de este concepto en la filosofía del iluminismo oc¬cidental. Denotaba (como lo formuló muy claramente Kant) que ningún hombre debe ser un medio para que otro hombre realice sus fines. Que todos los hombres son iguales en la me¬dida en que son finalidades, y sólo finalidades, y nunca medios los unos para los otros. Continuando las ideas del iluminismo, los pensadores socialistas de diversas escuelas definieron la igualdad como la abolición de la explotación, del uso del hom¬bre por el hombre, fuera ese uso cruel o «humanitario».

En la sociedad capitalista contemporánea, el significado del término igualdad se ha transformado. Por él se entiende la igualdad de los autómatas, de hombres que han perdido su individualidad. Hoy en día, igualdad significa «identidad» antes que «unidad». Es la identidad de las abstracciones, de los hom¬bres que trabajan en los mismos empleos, que tienen idénticas diversiones, que leen los mismos periódicos, que tienen idénti¬cos pensamientos e ideas. En este sentido, también deben reci¬birse con cierto escepticismo algunas conquistas generalmente celebradas como signos de progreso, tales como la igualdad de las mujeres. Me parece innecesario aclarar que no estoy en contra de tal igualdad; pero los aspectos positivos de esa ten¬dencia a la igualdad no deben engañarnos. Forman parte del movimiento hacia la eliminación de las diferencias. Tal es el precio que se paga por la igualdad: las mujeres son iguales por¬que ya no son diferentes. La proposición de la filosofía del ilu¬minismo, l´ame n'a pas de sexe, el alma no tiene sexo, se ha convertido en práctica general. La polaridad de los sexos está desapareciendo, y con ella el amor erótico, que se basa en di¬cha polaridad. Hombres y mujeres son idénticos, no iguales como polos opuestos. La sociedad contemporánea predica el ideal de la igualdad no individualizada, porque necesita átomos humanos, todos idénticos, para hacerlos funcionar en masa, suavemente, sin fricción; todos obedecen las mismas órdenes, y no obstante, todos están convencidos de que siguen sus propios deseos. Así como la moderna producción en masa re¬quiere la estandarización de los productos, así el proceso social requiere la estandarización del hombre, y esa estandarización es llamada «igualdad».

La unión por la conformidad no es intensa y violenta; es calma, dictada por la rutina, y por ello mismo, suele resultar insuficiente para aliviar la angustia de la separatidad. La fre¬cuencia del alcoholismo, la afición a las drogas, la sexualidad compulsiva y el suicidio en la sociedad occidental contempo¬ránea constituyen los síntomas de ese fracaso relativo de la conformidad tipo rebaño. Más aún, tal solución afecta funda¬mentalmente a la mente, y no al cuerpo, por lo cual es menos efectiva que las soluciones orgiásticas. La conformidad tipo re¬baño ofrece tan sólo una ventaja: es permanente, y no espas¬módica. El individuo es introducido en el patrón de conformi¬dad a la edad de tres o cuatro años, y a partir de ese momento, nunca pierde el contacto con el rebaño. Aun su funeral, que él anticipa como su última actividad social importante, está es¬trictamente de acuerdo con el patrón.

Además de la conformidad como forma de aliviar la an¬gustia que surge de la separatidad, debemos considerar otro factor de la vida contemporánea: el papel de la rutina en el tra¬bajo yen el placer. El hombre se convierte en «ocho horas de trabajo», forma parte de la fuerza laboral, de la fuerza buro¬crática de empleados y empresarios. Tiene muy poca inicia¬tiva, sus tareas están prescritas por la organización del trabajo; incluso hay muy poca diferencia entre los que están en los pel¬daños inferiores de la escala y los que han llegado más arriba. Aun los sentimientos están prescritos: alegría, tolerancia, res¬ponsabilidad, ambición y habilidad para llevarse bien con todo el mundo sin inconvenientes. Las diversiones están rutinizadas en forma similar, aunque notan drástica. Los clubs del libro seleccionan el material de lectura; los dueños de cinematógra¬fos y salas de espectáculos, las películas, y pagan, además, la propaganda respectiva; el resto también es uniforme: el paseo en auto del domingo, la sesión de televisión, la partida de nai¬pes, las reuniones sociales. Desde el nacimiento hasta la muerte, de lunes a lunes, de la mañana a la noche: todas las ac¬tividades están rutinizadas y prefabricadas. ¿Cómo puede un hombre preso en esa red de actividades rutinarias recordar que es un hombre, un individuo único, al que sólo le ha sido otor¬gada una única oportunidad de vivir, con esperanzas y desilu¬siones, con dolor y temor, con el anhelo de amar y el miedo a la nada y a la separatidad?

Una tercera manera de lograr la unión reside en la activi¬dad creadora, sea la del artista o la del artesano. En cualquier tipo de tarea creadora, la persona que crea se une con su mate¬rial, que representa el mundo exterior a él. Sea un carpintero que construye una mesa, un joyero que fabrica una joya, el campesino que siembra el trigo o el pintor que pinta una tela, en todos los tipos de trabajo creador el individuo y su objeto se tornan uno, el hombre se une al mundo en el proceso de crea¬ción. Esto, sin embargo, sólo es válido para el trabajo produc¬tivo, para la tarea en la que yo planeo, produzco, veo el resul¬tado de mi labor. Actualmente en el proceso de trabajo de un empleado o un obrero en la interminable cadena, poco queda de esa cualidad unificadora del trabajo. El trabajador se con¬vierte en un apéndice de la máquina o de la organización buro¬crática. Ha dejado de ser él, y por eso mismo no se produce ninguna unión aparte de la que se logra por medio de la con¬formidad.

La unidad alcanzada por medio del trabajo productivo no es interpersonal; la que se logra en la fusión orgiástica es tran¬sitoria; la proporcionada por la conformidad es sólo pseudo¬unidad. Por lo tanto, constituyen meras respuestas parciales al problema de la existencia. La solución plena está en el logro de la unión interpersonal, la fusión con otra persona, en el amor.

Ese deseo de fusión interpersonal es el impulso más pode¬roso que existe en el hombre. Constituye su pasión más funda¬mental, la fuerza que sostiene a la raza humana, al clan, a la familia y a la sociedad. La incapacidad para alcanzarlo signi¬fica insania o destrucción -de sí mismo o de los demás-. Sin amor, la humanidad no podría existir un día más. Sin embargo, si llamamos «amor» al logro de la unión interpersonal, nos ve¬mos frente a una seria dificultad. La fusión puede lograrse en distintas formas -y las diferencias no son menos significativas que lo que tienen de común las diversas formas del amor-. ¿Deberíamos llamar amor a todas ellas? ¿O tendríamos que reservar la palabra amor únicamente para una forma espe¬cífica de unión, una forma que ha sido la virtud ideal de todas las grandes religiones y sistemas filosóficos humanísticos en los cuatro mil años de historia occidental y oriental?

Como ocurre con todas las dificultades semánticas, la res¬puesta sólo puede ser arbitraria. Lo importante es que sepamos a qué clase de unión nos referimos cuando hablamos de amor. ¿Trátase del amor como solución madura al problema de la existencia, o nos referimos a esas formas inmaduras de amar que podríamos llamar unión simbiótica? En los pasajes si¬guientes sólo usaré el término amor para designar la primera alternativa. Comenzaré el examen del «amor» con la segunda.

La unión simbiótica tiene su patrón biológico en la relación entre la madre embarazada y el feto. Son dos y, sin embargo, uno solo. Viven «juntos» (sym-biosis), se necesitan mutua¬mente. El feto es parte de la madre y recibe de ella cuanto ne¬cesita; la madre es su mundo, por así decirlo; lo alimenta, lo protege, pero también su propia vida se ve realzada por él. En la unión simbiótica psíquica, los dos cuerpos son independien¬tes, pero psicológicamente existe el mismo tipo de relación.

La forma pasiva de la unión simbiótica es la sumisión, o, para usar un término clínico, el masoquismo. La persona ma¬soquista escapa del intolerable sentimiento de aislamiento y se¬paratidad convirtiéndose en una parte de otra persona que la dirige, la guía, la protege, que es su vida y el aire que respira, por así decirlo. Se exagera el poder de aquel al que uno se so¬mete, se trate de una persona o de un dios; él es todo, yo soy nada, salvo en la medida en que formo parte de él. Como tal, comparto su grandeza, su poder, su seguridad. La persona ma¬soquista no tiene que tomar decisiones, ni correr riesgos; nunca está sola, pero no es independiente; carece de integri¬dad; no ha nacido aún totalmente. En un contexto religioso, el objeto de la adoración recibe el nombre de ídolo; en el contexto secular de la relación amorosa masoquista, el mecanismo esen¬cial, de idolatría, es el mismo. La relación masoquista puede estar mezclada con deseo físico, sexual; en tal caso, trátase de una sumisión de la que no sólo participa la mente, sino también todo el cuerpo. Puede ser una sumisión masoquista ante el des¬tino, la enfermedad, la música rítmica, el estado orgiástico pro¬ducido por drogas o por un trance hipnótico; en todos los ca¬sos la persona renuncia a su integridad, se convierte en un ins¬trumento de alguien o algo exterior a él; no necesita resolver el problema de la existencia por medio de la actividad productiva.
La forma activa de la fusión simbiótica es la dominación, o, para utilizar el término correspondiente a masoquismo, el sadismo. La persona sádica quiere escapar de su soledad y de su sensación de estar aprisionada haciendo de otro individuo una parte de sí misma. Se siente acrecentada y realzada incor¬porando a otra persona, que la adora.

La persona sádica es tan dependiente de la sumisa como ésta de aquélla; ninguna de las dos puede vivir sin la otra. La diferencia sólo radica en que la persona sádica domina, explota, lastima y humilla, y la masoquista es dominada, explo¬tada, lastimada y humillada. En un sentido realista, la diferen¬cia es considerable; en un sentido emocional profundo, la dife¬rencia no es mayor que lo que ambas tienen en común: la fu¬sión sin integridad. Desde ese punto de vista, tampoco es sor¬prendente encontrar que, por lo general, una persona reacciona tanto en forma sádica como masoquista, habitualmente con respecto a objetos diferentes. Hitler reaccionaba sádicamente frente al pueblo, pero con una actitud masoquista hacia el des¬tino, la historia, el «poder superior» de la naturaleza. Su fin –el suicidio en medio de la destrucción general- es tan caracterís¬tico como lo fueron sus sueños de éxito -el dominio total-.

En contraste con la unión simbiótica, el amor maduro sig¬nifica unión a condición de preservar la propia integridad, la propia individualidad. El amor es un poder activo en el hom¬bre; un poder que atraviesa las barreras que separan al hombre de sus semejantes y lo une a los demás; el amor lo capacita para superar su sentimiento de aislamiento y separatidad, y no obstante le permite ser él mismo, mantener su integridad. En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos.

Si decimos que el amor es una actividad, nos vemos frente a una dificultad que reside en el significado ambiguo de la pala¬bra «actividad». En el sentido moderno del término, «actividad» denota una acción que, mediante un gasto de energía, produce un cambio en la situación existente. Así, un hombre es activo si atiende su negocio, estudia medicina, trabaja en una cadena sinfín, construye una mesa, o se dedica a los deportes. Todas esas actividades tienen en común el estar dirigidas hacia una meta exterior. Lo que no se tiene en cuenta es la motivación de la actividad. Consideremos, por ejemplo, el caso del hombre al que una profunda sensación de inseguridad y soledad impulsa a trabajar incesantemente; o del otro movido por la ambición, o el ansia de riqueza. En todos esos casos, la persona es es¬clava de una pasión, y, en realidad, su actividad es una «pasivi¬dad», puesto que está impulsado; es el que sufre la acción, no el que la realiza. Por otra parte, se considera «pasivo» a un hom¬bre que está sentado, inmóvil y contemplativo, sin otra finali¬dad o propósito que experimentarse a sí mismo y su unicidad con el mundo, porque no «hace» nada. En realidad, esa actitud de concentrada meditación es la actividad más elevada, una actividad del alma, y sólo es posible bajo la condición de liber¬tad e independencia interiores. ( Se encontrará un estudio más detallado del sadismo y del masoquismo en E. Fromm, El miedo a la libertad, Ediciones Paidós, 1958.)Uno de los conceptos de activi¬dad, el moderno, se refiere al uso de energía para el logro de fi¬nes exteriores; el otro, al uso de los poderes inherentes del hombre, se produzcan o no cambios externos. Spinoza formuló con suma claridad el segundo concepto de actividad, distin¬guiendo entre afectos activos y pasivos, entre «acciones» y «pa¬siones». En el ejercicio de un afecto activo, el hombre es libre, es el amo de su afecto; en el afecto pasivo, el hombre se ve im¬pulsado, es objeto de motivaciones de las que no se percata. Spinoza llega de tal modo a afirmar que la virtud y el poder son una y la misma cosa ( Spinoza, Etica IV, Def. 8.). La envidia, los celos, la ambición, todo tipo de avidez, son pasiones; el amor es una acción, la práctica de un poder humano, que sólo puede realizarse en la libertad y jamás como resultado de una compulsión.

El amor es una actividad, no un afecto pasivo; es un «estar continuado», no un «súbito arranque». En el sentido más gene¬ral, puede describirse el carácter activo del amor afirmando que amar es fundamentalmente dar, no recibir.

¿Qué es dar? Por simple que parezca la respuesta, está en realidad plena de ambigüedades y complejidades. El malenten¬dido más común consiste en suponer que dar significa «renunciar» a algo, privarse de algo, sacrificarse. La persona cuyo ca¬rácter no se ha desarrollado más allá de la etapa correspon¬diente a la orientación receptiva, experimenta de esa manera el acto de dar. El carácter mercantil está dispuesto a dar, pero sólo a cambio de recibir; para él, dar sin recibir significa una estafa (Un examen detallado de esas orientaciones caracterológicas se encon¬trará en E. Fromm, Ética y Psicoanálisis, México, Fondo de Cultura Eco¬nómica, 1957, Cap. 3, págs. 70 y sig.). La gente cuya orientación fundamental no es produc¬tiva, vive el dar como un empobrecimiento, por lo que se niega generalmente a hacerlo. Algunos hacen del dar una virtud, en el sentido de un sacrificio. Sienten que, puesto que es doloroso, se debe dar, y creen que la virtud de dar está en el acto mismo de aceptación del sacrificio. Para ellos, la norma de que es me¬jor dar que recibir significa que es mejor sufrir una privación que experimentar alegría.

Para el carácter productivo, dar posee un significado total¬mente distinto: constituye la más alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena de dicha. Me experimento a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por tanto, dichoso (Compárese con la definición de la dicha formulada por Spinoza.) Dar produce más felici¬dad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad.

Si aplicamos ese principio a diversos fenómenos específi¬cos, advertiremos fácilmente su validez.

Encontramos el ejemplo más elemental en la esfera del sexo. La culminación de la función sexual masculina radica en el acto de dar; el hombre se da a sí mismo, da su órgano sexual, a la mujer. En el momento del orgasmo, le da su semen. No puede dejar de darlo si es potente. Si no puede dar, es im¬potente. El proceso no es diferente en la mujer, si bien algo más complejo. También ella se da; permite el acceso al núcleo de su feminidad; en el acto de recibir, ella da. Si es incapaz de ese dar, si sólo puede recibir, es frígida. En su caso, el acto de dar vuelve a producirse, no en su función de amante, sino como madre. Ella se da al niño que crece en su interior, le da su leche cuando nace, le da el calor de su cuerpo. No dar le resultaría doloroso.

En la esfera de las cosas materiales, dar significa ser rico. No es rico el que tiene mucho, sino el que da mucho. El avaro que se preocupa angustiosamente por la posible pérdida de algo es, desde el punto de vista psicológico, un hombre indi¬gente, empobrecido, por mucho que posea. Quien es capaz de dar de sí es rico. Siéntese a sí mismo como alguien que puede entregar a los demás algo de sí. Sólo un individuo privado de todo lo que está más allá de las necesidades elementales para la subsistencia seria incapaz de gozar con el acto de dar cosas ma¬teriales. La experiencia diaria demuestra, empero, que lo que cada persona considera necesidades mínimas depende tanto de su carácter como de sus posesiones reales. Es bien sabido que los pobres están más inclinados a dar que los ricos. No obs¬tante, la pobreza que sobrepasa un cierto límite puede impedir dar, y es, en consecuencia, degradante, no sólo a causa del su¬frimiento directo que ocasiona, sino porque priva a los pobres de la alegría de dar.

Sin embargo, la esfera más importante del dar no es la de las cosas materiales, sino el dominio de lo específicamente hu¬mano. ¿Qué le da una persona a otra? Da de sí misma, de lo más precioso que tiene, de su propia vida. Ello no significa ne¬cesariamente que sacrifica su vida por la otra, sino que da lo que está vivo en él -da de su alegría, de su interés, de su com¬prensión, de su conocimiento, de su humor, de su tristeza-, de todas las expresiones y manifestaciones de lo que está vivo en él. Al dar así de su vida, enriquece a la otra persona, realza el sentimiento de vida de la otra al exaltar el suyo propio. No da con el fin de recibir; dar es de por sí una dicha exquisita. Pero, al dar, no puede dejar de llevar a la vida algo en la otra per¬sona, y eso que nace a la vida se refleja a su vez sobre ella; cuando da verdaderamente, no puede dejar de recibir lo que se le da en cambio. Dar implica hacer de la otra persona un da¬dor, y ambas comparten la alegría de lo que han creado. Algo nace en el acto de dar, y las dos personas involucradas se sien¬ten agradecidas a la vida que nace para ambas. En lo que toca específicamente al amor, eso significa: el amor es un poder que produce amor; la impotencia es la incapacidad de producir amor. Marx ha expresado bellamente este pensamiento: «Su¬pongamos -dice-, al hombre como hombre, y su relación con el mundo en su aspecto humano, y podremos intercambiar amor sólo por amor, confianza por confianza, etc. Si se quiere disfrutar del arte, se debe poseer una formación artística; si se desea tener influencia sobre otra gente, se debe ser capaz de ejercer una influencia estimulante y alentadora sobre la gente. Cada una de nuestras relaciones con el hombre y con la natu¬raleza debe ser una expresión definida de nuestra vida real, individual, correspondiente al objeto de nuestra voluntad. Si amamos sin producir amor, es decir, si nuestro amor como tal no produce amor, si por medio de una expresión de vida como personas que amamos, no nos convertimos en personas ama¬das, entonces nuestro amor es impotente, es una desgracia» («Nationalókonomie und Philosophie», 1844, publicada en Karl Marx. Die Frühschrifien, Stuttgart. Alfred Króner Verlag, 1953, págs. 300. 301). Pero no sólo en lo que atañe al amor dar significa recibir. El maestro aprende de sus alumnos, el auditorio estimula al actor, el paciente cura a su psicoanalista -siempre y cuando no se traten como objetos, sino que estén relacionados entre sí en forma genuina y productiva¬
Apenas si es necesario destacar el hecho de que la capaci¬dad de amar como acto de dar depende del desarrollo caracte¬rológico de la persona. Presupone el logro de una orientación predominantemente productiva, en la que la persona ha supe¬rado la dependencia, la omnipotencia narcisista, el deseo de ex¬plotar a los demás, o de acumular, y ha adquirido fe en sus propios poderes humanos y coraje para confiar en su capaci¬dad para alcanzar el logro de sus fines. En la misma medida en que carece de tales cualidades, tiene miedo de darse, y, por tanto, de amar.

Además del elemento de dar, el carácter activo del amor se vuelve evidente en el hecho de que implica ciertos elementos básicos, comunes a todas las formas del amor. Esos elementos son: cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento.

Que el amor implica cuidado es especialmente evidente en el amor de una madre por su hijo. Ninguna declaración de amor por su parte nos parecería sincera si viéramos que des¬cuida al niño, si deja de alimentarlo, de bañarlo, de proporcio¬narle bienestar físico; y creemos en su amor si vemos que cuida al niño. Lo mismo ocurre incluso con el amor a los ani¬males y las flores. Si una mujer nos dijera que ama las flores, y viéramos que se olvida de regarlas, no creeríamos en su «amor» ú las flores. El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos. Cuando falta tal preocupación activa, no hay amor. En el libro de Jonás se describe en forma sumamente bella este elemento del amor. Dios le ha dicho a Jo¬nás que vaya a Nínive para advertir a sus habitantes que serán castigados si no abandonan sus prácticas perversas. Jonás huye de su misión porque teme que la gente de Nínive se arre¬pienta y que Dios los perdone. Es un hombre con un poderoso sentido del orden y de la ley, pero sin amor. Sin embargo, al tratar de escapar, se encuentra en el vientre de una ballena, que simboliza el estado de aislamiento y reclusión que ha provo¬cado en el su falta de amor y de solidaridad. Dios lo salva, y Jonás va a Nínive. Predica ante los habitantes tal como Dios se lo ha mandado, y ocurre aquello que él tanto temía. Los hombres de Nínive se arrepienten de sus pecados, abandonan sus malos hábitos, y Dios los perdona y decide no destruir la ciudad. Jonás se siente hondamente enojado y apesadum¬brado; él quería «justicia», no misericordia. Por fin encuentra cierto consuelo en la sombra de un árbol que Dios ha hecho Crecer para protegerlo del sol. Pero cuando Dios hace que el árbol se seque, Jonás se deprime y se queja airadamente a Dios. Dios responde: «Tuviste tú lástima de la calabacera, en la cual no trabajaste, ni tú la hiciste crecer; que en espacio de una noche nació y en espacio de una noche pereció. Y no ten¬dré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas que no conocen su mano derecha su mano izquierda, y muchos animales?» La respuesta de Dios a Jonás debe entenderse simbólicamente. Dios le explica a Jonás que la esencia del amor es «trabajar» por algo y «hacer crecer», que e amor y el trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja, y se trabaja por lo que se ama. El cuidado y la preocupación implican otro aspecto del amor: el de la responsabilidad. Hoy en día suele usarse ese tér¬mino para denotar un deber, algo impuesto desde el exterior. Pero la responsabilidad, en su verdadero sentido, es un acto enteramente voluntario, constituye mi respuesta a las necesida¬des, expresadas o no, de otro ser humano. Ser «responsable» significa estar listo y dispuesto a «responder». Jonás no se sen¬tía responsable ante los habitantes de Nínive. El, como Caín, podía preguntar: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» La persona que ama, responde. La vida de su hermano no es sólo asunto de su hermano, sino. propio. Siéntese tan responsable por sus semejantes como por sí mismo. Tal responsabilidad, en el caso de la madre y su hijo, atañe principalmente al cuidado de las necesidades físicas. En el amor entre adultos, a las nece¬sidades psíquicas de la otra persona.

La responsabilidad podría degenerar fácilmente en domi¬nación y posesividad, si no fuera por un tercer componente del amor, el respeto. Respeto no significa temor y sumisa reveren¬cia; denota, de acuerdo con la raíz de la palabra (respicere = mirar), la capacidad de ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad única. Respetar significa preo¬cuparse por que la otra persona crezca y se desarrolle tal como es. De ese modo, el respeto implica la ausencia de explotación. Quiero que la persona amada crezca y se desarrolle por sí misma, en la forma que les es propia, y no para servirme. Si amo a la otra persona, me siento uno con ella, pero con ella_ tal cual es, no como yo necesito que sea, como un objeto para mi uso. Es obvio que el respeto sólo es posible si yo he alcanzado independencia; si puedo caminar sin muletas, sin tener que do¬minar ni explotar a nadie. El respeto sólo existe sobre la base de la libertad: " l'amour est l'enfant de la liberté», dice una vieja canción francesa; el amor es hijo de la libertad, nunca de la do¬minación.

Respetar a una persona sin conocerla, no es posible; el cui¬dado y la responsabilidad serían ciegos si no los guiara el co¬nocimiento. El conocimiento sería vacío si no lo motivara la preocupación. Hay muchos niveles de conocimiento; el que constituye un aspecto del amor no se detiene en la periferia, sino que penetra hasta el meollo. Sólo es posible cuando puedo trascender la preocupación por mí mismo y ver a la otra per¬sona en sus propios términos. Puedo saber, por ejemplo, que una persona está encolerizada, aunque no lo demuestre abier¬tamente; pero puedo llegar a conocerla más profundamente aún; sé entonces que está angustiada, e inquieta; que se siente sola, que se siente culpable. Sé entonces que su cólera no es más que la manifestación de algo más profundo, y la veo an¬gustiada e inquieta, es decir, como una persona que sufre y no como una persona enojada.

Pero el conocimiento tiene otra relación, más fundamental, con el problema del amor. La necesidad básica de fundirse con otra persona para trascender de ese modo la prisión de la propia separatidad se vincula, de modo íntimo, con otro deseo es¬pecíficamente humano, el de conocer el «secreto del hombre». Si bien la vida en sus aspectos meramente biológicos es un mi¬lagro y un secreto, el hombre, en sus aspectos humanos, es un impenetrable secreto para sí mismo -y para sus semejantes-. Nos conocemos y, a pesar de todos los esfuerzos que podamos realizar, no nos conocemos. Conocemos a nuestros semejantes y, sin embargo, no los conocemos, porque no somos una cosa, y tampoco lo son nuestros semejantes. Cuanto más avanza¬mos hacia las profundidades de nuestro ser, o el ser de los otros, más nos elude la meta del conocimiento. Sin embargo, no podemos dejar de sentir el deseo de penetrar en el secreto del alma humana, en el núcleo más profundo que es «él».

Hay una manera, una manera desesperada, de conocer el secreto: es el poder absoluto sobre otra persona; el poder que le hace hacer lo que queremos, sentir lo que queremos, pensar lo que queremos; que la transforma en una cosa, nuestra cosa, nuestra posesión. El grado más intenso de ese intento de conocer consiste en los extremos del sadismo, el deseo y la habili¬dad de hacer sufrir a un ser humano, de torturarlo, de obligarlo a traicionar su secreto en su sufrimiento. En ese anhelo de pe¬netrar en el secreto del hombre, y por lo tanto, en el nuestro, reside una motivación esencial de la profundidad y la intensi¬dad de la crueldad y la destructividad. Isaac Babel ha expre¬sado tal idea en una forma muy sucinta. Recuerda a un oficial compañero suyo en la guerra civil rusa, quien acababa de ma¬tar a puntapiés a su ex amo: «Con un disparo -digamos así-, con un disparo, uno sólo, se libra uno de un tipo... Con un dis¬paro nunca se llega al alma, a dónde está en el tipo y cómo se presenta. Pero yo no ahorro fuerzas, y más de una vez he piso¬teado a un tipo durante más de una hora. Sabes, quiero llegar a saber qué es realmente la vida, cómo es la vida» (I. Babel, The Collected Stories, Nueva York, Criterion Book, 1955)

Es frecuente que los niños tomen abiertamente ese camino hacia el conocimiento. El niño desarma algo, lo deshace para conocerlo; o destroza un animal; cruelmente arranca las alas de una mariposa para conocerla, para obligarla a revelar su se¬creto. La crueldad misma está motivada por algo más pro¬fundo: el deseo de conocer el secreto de las cosas y de la vida.
Otro camino para conocer «el secreto» es el amor. El amor es la penetración activa en la otra persona, en la que la unión satisface mi deseo de conocer. En el acto de fusión, te conozco,
me conozco a mí mismo, conozco a todos -y no «conozco» nada-. Conozco de la única manera en que el conocimiento de lo que está vivo le es posible al hombre -por la experiencia de la unión- no mediante algún conocimiento proporcionado por nuestro pensamiento. El sadismo está motivado por el deseo de conocer el secreto, y, sin embargo, permanezco tan ignorante como antes. He destrozado completamente al otro ser, y, sin embargo, no he hecho más que separarlo en pedazos. El amor es la única forma de conocimiento, que, en el acto de unión, sa¬tisface mi búsqueda. En el acto de amar, de entregarse, en el acto de penetrar en la otra persona, me encuentro a mí mismo, me descubro, nos descubro a ambos, descubro al hombre. El anhelo de conocernos a nosotros mismos y de conocer a nuestros semejantes fue expresado en el lema délfico: «Co¬nócete a ti mismo.» Tal es la fuente primordial de toda psico¬logía. Pero puesto que deseamos conocer todo el hombre, su más profundo secreto, el conocimiento corriente, el que pro¬cede sólo del pensamiento, nunca puede satisfacer dicho deseo. Aunque llegáramos a conocernos muchísimo más, nunca al¬canzaríamos el fondo. Seguiríamos siendo un enigma para no¬sotros mismos, y nuestros semejantes seguirían siéndolo para nosotros. La única forma de alcanzar el conocimiento total consiste en el acto de amar: ese acto trasciende el pensamiento, trasciende las palabras. Es una zambullida temeraria en la ex¬periencia de la unión. Sin embargo, el conocimiento del pensa¬miento, es decir, el conocimiento psicológico, es una condición necesaria para el pleno conocimiento en el acto de amar Tengo que conocer a la otra persona y a mí mismo objetiva mente, para poder ver su realidad, o, más bien, para dejar de lado las ilusiones, mi imagen irracionalmente deformada de ella. Sólo conociendo objetivamente a un ser humano, puedo conocerlo en su esencia última, en el acto de amar (Esa afirmación tiene una consecuencia importante para el papel de la psicología en la cultura occidental contemporánea. Si bien la gran populari¬dad de la psicología indica ciertamente interés en el conocimiento del hom¬bre, también descubre la fundamental falta de amor en las relaciones huma¬nas actuales. El conocimiento psicológico conviértese así en un sustituto del conocimiento pleno del acto de amar, en lugar de ser un paso hacia él. ).

El problema de conocer al hombre es paralelo al problema religioso de conocer a Dios. En la teología occidental conven¬cional se intenta conocer a Dios por medio del pensamiento, de afirmaciones acerca de Dios. Se supone que puedo conocer a Dios en mi pensamiento. En el misticismo, que es el resultado del monoteísmo (como trataré de demostrar más adelante), se renuncia al intento de conocer a Dios por medio del pensa¬miento, y se lo reemplaza por la experiencia de la unión con Dios, en la que ya no hay lugar para el conocimiento acerca de Dios, ni tal conocimiento es necesario.

La experiencia de la unión, con el hombre, o, desde un punto de vista religioso, con Dios, no es en modo alguno irra¬cional. Por el contrario, y como lo señaló Albert Schweitzer, es la consecuencia del racionalismo, su consecuencia más audaz y radical. Se basa en nuestro conocimiento de las limitaciones fundamentales, y no accidentales, de nuestro conocimiento. Es el conocimiento de que nunca «captaremos» el secreto del hom¬bre y del universo, pero que podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de amar. La psicología como ciencia tiene limitacio¬nes, y así como la consecuencia lógica de la teología es el misti¬cismo, así la consecuencia última de la psicología es el amor.

Cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento son mu¬tuamente interdependientes. Constituyen un síndrome de acti¬tudes que se encuentran en la persona madura; esto es, en la persona que desarrolla productivamente sus propios poderes, que sólo desea poseer los que ha ganado con su trabajo, que ha renunciado a los sueños narcisistas de omnisapiencia y omni¬potencia, que ha adquirido humildad basada en esa fuerza inte¬rior que sólo la genuina actividad productiva puede proporcio¬nar.

Hasta ahora he hablado sobre el amor como forma de su¬perar la separatidad humana, como la realización del anhelo de unión. Pero por encima de la necesidad universal, existencial, de unión, surge otra más específica y de orden biológico: el de¬seo de unión entre los polos masculino y femenino. La idea de tal polarización está notablemente expresada en el mito de que, originariamente, el hombre y la mujer fueron uno, que los divi¬dieron por la mitad y que, desde entonces, cada hombre busca la parte femenina de sí mismo que ha perdido, para unirse nue¬vamente con ella. (La misma idea de la unidad original de los sexos aparece también en la Biblia, donde Eva es hecha de una costilla de Adán, si bien en ese relato, concebido en el espíritu del patriarcalismo, la mujer se considera secundaria al hom¬bre.) El significado del mito es bastante claro. La polarización sexual lleva al hombre a buscar la unión con el otro sexo. La polaridad entre los principios masculino y femenino existe tam¬bién dentro de cada hombre y cada mujer. Así como fisiológi¬camente tanto el hombre como la mujer poseen hormonas del sexo opuesto, así también en el sentido psicológico son bise¬xuales. Llevan en si mismos el principio de recibir y de pene¬trar, de la materia y del espíritu. El hombre -y la mujer- sólo logra la unión interior en la unión con su polaridad femenina o masculina. Esa polaridad es la base de toda creatividad.

La polaridad masculino-femenina es también la base de la creatividad interpersonal. Ello se evidencia biológicamente en el hecho de que la unión del esperma y el óvulo constituyen la base para el nacimiento de un niño. Y la situación es la misma en el dominio puramente psíquico; en el amor entre hombre y mujer, cada uno vuelve a nacer. (La desviación homosexual es un fracaso en el logro de esa unión polarizada, y por eso el ho¬mosexual sufre el dolor de la separatidad nunca resuelta, fra¬caso que comparte, sin embargo, con el heterosexual corriente que no puede amar.)

Idéntica polaridad entre el principio masculino y el feme¬nino existe en la naturaleza; no sólo, como es notorio, en los animales y las plantas, sino en la polaridad de dos funciones fundamentales, la de recibir y la de penetrar. Es la polaridad de la tierra y la lluvia, del río y el océano, de la noche y el día, de la oscuridad y la luz, de la materia y el espíritu. El gran poeta y místico musulmán, Rumi, expresó esta idea con hermosas fra¬ses:

Nunca el amante busca sin ser buscado por su amada.
Si la luz del amor ha penetrado en este corazón, sabe que también hay amor en aquel corazón.
Cuando el amor a Dios agita tu corazón, también Dios tiene amor para ti.
Sin la otra mano, ningún ruido de palmoteo sale de una mano.
La sabiduría Divina es destino y su decreto nos hace amar¬nos el uno al otro.
Por eso está ordenado que cada parte del mundo se una con su consorte.
El sabio dice: Cielo es hombre, y Tierra, mujer. Cuando la Tierra no tiene calor, el Cielo se lo manda; cuando pierde su frescor y su rocío, el Cielo se lo devuelve. El Cielo hace su ronda, como un marido que trabaja por su mujer.
Y la Tierra se ocupa del gobierno de su casa: cuida de los nacimientos y amamanta lo que pare.
Mira a la Tierra y al Cielo, tienen inteligencia, pues hacen el trabajo de seres inteligentes.
Si esos dos no gustaran placer el uno del otro, ¿por qué ha¬brían de andar juntos como novios?
Sin la Tierra, ¿despuntarían las flores, echarían flores los árboles? ¿Qué, entonces, producirían el calor y el agua del Cielo?
Así como Dios puso el deseo en el hombre y en la mujer para que el mundo fuera preservado por su unión.
Así en cada parte de la existencia planteó el deseo de la otra parte.
Día y noche son enemigos afuera; pero sirven ambos un único fin.
Cada uno ama al otro en aras de la perfección de su mutuo trabajo.
Sin la noche, la naturaleza del. Hombre no recibiría ga¬nancia alguna, y nada tendría entonces el día para gastar.
( R. A. Nicholson, Rumi, Londres, George Allen and Unwin, Lid., 1950, págs. 122-3.)

El problema de la polaridad hombre-mujer lleva a ciertas consideraciones ulteriores sobre la cuestión del amor y el sexo.

Hablé antes del error que cometió Freud al ver en el amor ex¬clusivamente la expresión -o una sublimación- del instinto se¬xual, en lugar de reconocer que el deseo sexual es una manifes¬tación de la necesidad de amor y de unión. Pero el error de Freud es más hondo todavía. De acuerdo con su materialismo fisiológico, ve en el instinto sexual el resultado de una tensión químicamente producida en el cuerpo, que es dolorosa y busca alivio. La finalidad del deseo sexual es la eliminación de esa tensión; la satisfacción sexual consiste en tal eliminación. Este punto de vista es válido en la medida en que el deseo sexual opera en la misma forma que el hambre o la sed cuando el or¬ganismo se encuentra desnutrido. En tal sentido, el deseo se¬xual es una comezón, y la satisfacción sexual, el alivio de esa comezón. En realidad, en lo que al concepto de sexualidad se refiere, la masturbación sería la satisfacción sexual ideal. Lo que Freud paradójicamente no tiene en cuenta es el aspecto psicobiológico de la sexualidad, la polaridad masculino-feme¬nina, y el deseo de resolver la polaridad por medio de la unión. Ese curioso error probablemente vióse facilitado por el ex¬tremo patriarcalismo de Freud, que lo llevó a suponer que la sexualidad per se es masculina, y le hizo ignorar la sexualidad femenina específica. Expresó tal idea en Una teoría sexual, di¬ciendo que la libido posee regularmente «una naturaleza mas¬culina», se trate de la libido de un hombre o de una mujer. La misma idea se expresa, en una forma racionalizada, en la teoría de que el niño experimenta a la mujer como un hombre cas¬trado, y de que ella misma busca diversas compensaciones a la pérdida del genital masculino. Pero la mujer no es un hombre castrado, y su sexualidad es específicamente femenina y no de «naturaleza masculina».

La necesidad de aliviar la tensión sólo motiva parcialmente la atracción entre los sexos; la motivación fundamental es la necesidad de unión con el otro polo sexual. De hecho, la atrac¬ción erótica no se expresa únicamente en la atracción sexual. Hay masculinidad y feminidad en el carácter tanto como en la función sexual. Puede definirse el carácter masculino diciendo que posee las cualidades de penetración, conducción, activi¬dad, disciplina y aventura; el carácter femenino, las cualidades de receptividad productiva, protección, realismo, resistencia, maternalidad. (Siempre debe tenerse presente que en cada indi¬viduo se funden ambas características, pero con predominio de las correspondientes a su sexo.) Si los rasgos masculinos del carácter de un hombre están debilitados porque emocional¬mente sigue siendo una criatura, es muy frecuente que trate de compensar esa falta acentuando exclusivamente su papel mas¬culino en el sexo. El resultado es el Don Juan, que necesita de¬mostrar sus proezas masculinas en el terreno sexual, porque está inseguro de su masculinidad en un sentido caractero¬lógico. Cuando la parálisis de la masculinidad es más intensa, el sadismo (el uso de la fuerza) se convierte en el principal -y perverso- sustituto de la masculinidad. Si la sexualidad feme¬nina está debilitada o pervertida, se transforma en masoquismo o posesividad.

Se ha criticado a Freud por su sobrevaloración de lo se¬xual. Tales críticas estuvieron frecuentemente motivadas por el deseo de eliminar del sistema freudiano un elemento que des¬pertó la hostilidad y la crítica de la gente de mentalidad con¬vencional. Freud percibió agudamente esa motivación y, por eso mismo, luchó contra todo intento de modificar su teoría se¬xual. Es indudable que en su época la teoría freudiana tenía un carácter desafiante y revolucionario. Pero lo que era cierto al¬rededor de 1900 ya no lo es cincuenta años más tarde. Las costumbres sexuales han cambiado tanto que las teorías de Freud ya no le resultan escandalosas a la clase media occiden¬tal, y los analistas ortodoxos actuales practican una forma qui¬jotesca de radicalismo cuando creen que son los valerosos y extremistas defensores de la teoría sexual de Freud. En reali¬dad, su tipo de psicoanálisis es conformista, y no trata de plan¬tear problemas psicológicos que lleven a una crítica de la socie¬dad contemporánea.

No critico la teoría freudiana por acentuar excesivamente la sexualidad, sino por su fracaso en comprenderla con profun¬didad. Freud dio el primer paso hacia el descubrimiento de la significación de las pasiones interpersonales; de acuerdo con sus premisas filosóficas, las explicó fisiológicamente. En el de¬sarrollo ulterior del psicoanálisis, es necesario corregir y pro¬fundizar el concepto freudiano, trasladando las concepciones de Freud de la dimensión fisiológica a la biológica y existen¬cial. (El mismo Freud dio un primer paso en esa dirección en su posterior con¬cepto de los instintos de vida y de muerte. Su concepto del instinto de vida (eros) como principio de síntesis y de unificación, se encuentra en un plano enteramente distinto al de su concepto de la libido. Pero a pesar de que la teoría de los instintos de vida y de muerte fue aceptada por los analistas orto¬doxos, ello no llevó a una revisión fundamental del concepto de libido, espe¬cialmente en lo que toca a la labor clínica. )

2. EL AMOR ENTRE PADRES E HIJOS

Al nacer, el infante sentiría miedo de morir si un gracioso destino no lo protegiera de cualquier conciencia de la angustia implícita en la separación de la madre y de la existencia intrauterina. Aun después de nacer, el infante es apenas diferente de lo que era antes del nacimiento; no puede reconocer objetos, no tiene aún conciencia de sí mismo, ni del mundo como algo exterior a él. Sólo siente la estimulación positiva del calor y el alimento, y todavía no los distingue de su fuente: la madre. La madre es calor, es alimento, la madre es el estado eufórico de satisfacción y seguridad. Ese estado es narcisista, para usar un término de Freud. La realidad exterior, las personas y las co¬sas, tienen sentido sólo en la medida en que satisfacen o frus¬tran el estado interno del cuerpo. Sólo es real lo que está aden¬tro; lo exterior sólo es real en función de mis necesidades -nunca en función de sus propias cualidades o necesidades-. Cuando el niño crece y se desarrolla, se vuelve capaz de percibir las cosas como son; la satisfacción de ser alimentado se distingue del pezón, el pecho de la madre. Eventualmente, el niño experimenta su sed, la leche que le satisface, el pecho y la madre, como entidades diferentes. Aprende a percibir muchas otras cosas como diferentes, como poseedoras de una existen¬cia propia: En ese momento empieza a darles nombres. Al mismo tiempo aprende a manejarlas; aprende que el fuego es caliente y doloroso, que el cuerpo de la madre es tibio y placen¬tero, que la mamadera es dura y pesada, que el papel es liviano y se puede rasgar. Aprende a manejar a la gente; que la mamá sonríe cuando él come; que lo alza en sus brazos cuando llora; que lo alaba cuando mueve el vientre. Todas esas experiencias se cristalizan o integran en la experiencia: me aman. Me aman porque soy el hijo de mi madre. Me aman porque estoy desva¬lido. Me aman porque soy hermoso, admirable. Me aman por¬que mi madre me necesita. Para utilizar una fórmula más gene¬ral: me aman por lo que soy, o quizá más exactamente, me aman porque soy. Tal experiencia de ser amado por la madre es pasiva. No tengo que hacer nada para que me quieran -el amor de la madre es incondicional-. Todo lo que necesito es ser -ser su hijo-. El amor de la madre significa dicha, paz, no hace falta conseguirlo, ni merecerlo. Pero la cualidad incondi¬cional del amor materno tiene también un aspecto negativo. No sólo es necesario merecerlo, mas también es imposible con¬seguirlo, producirlo, controlarlo. Si existe, es como una bendi¬ción; si no existe, es como si toda la belleza hubiera desapare¬cido de la vida -y nada puedo hacer para crearla-.

Para la mayoría de los niños entre los ocho y medio a los diez años (Cf. la descripción que de ese desarrollo hace Sullivan en The Interper¬sonal Theory of Psychiatry, Nueva York, W. W. Norton and Co., 1953.), el problema consiste casi exclusivamente en ser amado -en ser amado por lo que se es-. Antes de esa edad, el niño aún no ama; responde con gratitud y alegría al amor que se le brinda. A esa altura del desarrollo infantil, aparece en el cuadro un nuevo factor: un nuevo sentimiento de producir amor por medio de la propia actividad. Por primera vez, el niño piensa en dar algo a sus padres, en producir algo -un poema, un dibujo, o lo que fuere-. Por primera vez en la vida del niño, la idea del amor se transforma de ser amado a amar, en crear amor. Muchos años transcurren desde ese primer co¬mienzo hasta la madurez del amor. Eventualmente, el niño, que puede ser ahora un adolescente, ha superado su egocen¬trismo; la otra persona ya no es primariamente un medio para satisfacer sus propias necesidades. Las necesidades de la otra persona son tan importantes como las propias; en realidad, se han vuelto más importantes. Dar es más satisfactorio, más di¬choso que recibir; amar, aún más importante que ser amado. Al amar, ha abandonado la prisión de soledad y aislamiento que representaba el estado de narcisismo y autocentrismo. Siente una nueva sensación de unión, de compartir, de unidad. Más aún, siente la potencia de producir amor -antes que la de¬pendencia de recibir siendo amado- para lo cual debe ser pe¬queño, indefenso, enfermo -o «bueno»-. El amor infantil sigue el principio: «Amo porque me aman.» El amor maduro obedece al principio: «Me aman porque amo.» El amor inmaduro dice: «Te amo porque te necesito.» El amor maduro dice: «Te nece¬sito porque te amo.»
En estrecha relación con el desarrollo de la capacidad de amar está la evolución del objeto amoroso. En los primeros meses y años de la vida, la relación más estrecha del niño es la que tiene con la madre. Esa relación comienza antes del naci¬miento, cuando madre e hijo son aún uno, aunque sean dos. El nacimiento modifica la situación en algunos aspectos, pero no tanto como parecería. El niño, si bien vive ahora fuera del vien¬tre materno, todavía depende por completo de la madre. Pero día a día se hace más independiente: aprende a caminar, a ha¬blar, a explorar el mundo por su cuenta; la relación con la ma¬dre pierde algo de su significación vital; en cambio, la relación con el padre se torna cada vez más importante.
Para comprender ese paso de la madre al padre, debemos considerar las esenciales diferencias cualitativas entre el amor materno y el paterno. Hemos hablado ya acerca del amor materno. Ese es, por su misma naturaleza, incondicional. La ma¬dre ama al recién nacido porque es su hijo, no porque el niño satisfaga alguna condición específica ni porque llene sus aspi¬raciones particulares. (Naturalmente, cuando hablo del amor de la madre y del padre, me refiero a «tipos ideales» -en el sen¬tido de Max Weber o en el del arquetipo de Jung- y no signi¬fico que todos los padres amen en esa forma. Me refiero al principio materno y al paterno, representados en la persona materna y paterna.) El amor incondicional corresponde a uno de los anhelos más profundos, no sólo del niño, sino de todo ser humano; por otra parte, que nos amen por los propios méritos, porque uno se lo merece, siempre crea dudas; quizá no complací a la persona que quiero que me ame, quizás eso, quizás aquello -siempre existe el temor de que el amor desapa¬rezca-. Además, el amor «merecido» siempre deja un amargo sentimiento de no ser amado por uno mismo, de que sólo se nos ama cuando somos complacientes, de que, en último análi¬sis, no se nos ama, sino que se nos usa. No es extraño, enton¬ces, que todos nos aferremos al anhelo de amor materno, cuando niños y también cuando adultos. La mayoría de los ni¬ños tienen la suerte de recibir amor materno (más adelante ve¬remos en qué medida). Cuando adultos, el mismo anhelo es más difícil de satisfacer. En el desarrollo-más satisfactorio, per¬manece como un componente del amor erótico normal; mu¬chas veces encuentra su expresión en formas religiosas, pero con mayor frecuencia en formas neuróticas.
La relación con el padre es enteramente distinta. La madre es el hogar de donde venimos, la naturaleza, el suelo, el océano; el padre no representa un hogar natural de ese tipo. Tiene escasa relación con el niño durante los primeros años de su vida, y su importancia para éste no puede compararse a la de la madre en ese primer período. Pero, si bien el padre no re¬presenta el mundo natural, significa el otro polo de la existen¬cia humana; el mundo del pensamiento, de las cosas hechas por el hombre, de la ley y el orden, de la disciplina, los viajes y la aventura. El padre es el que enseña al niño, el que le muestra el camino hacia el mundo.
En estrecha conexión con esa función, existe otra, vincu¬lada al desarrollo económico-social. Cuando surgió la propie¬dad privada, y cuando uno de los hijos pudo heredar la propiedad privada, el padre comenzó a seleccionar al hijo a quien le¬garía su propiedad. Desde luego, elegía al que consideraba me¬jor dotado para convertirse en su sucesor, el hijo que más se le asemejaba y, en consecuencia, el que prefería. El amor paterno es condicional. Su principio es «te amo porque llenas mis aspi¬raciones, porque cumples con tu deber, porque eres como yo». En el amor condicional del padre encontramos, como en el caso del amor incondicional de la madre, un aspecto negativo y uno positivo. El aspecto negativo consiste en el hecho mismo de que el amor paterno debe ganarse, de que puede perderse si uno no hace lo que de uno se espera. A la naturaleza del amor paterno débese el hecho de que la obediencia constituya la principal virtud, la desobediencia el principal pecado, cuyo castigo es la pérdida del amor del padre. El aspecto positivo es igualmente importante. Puesto que el amor de mi padre es con¬dicional, es posible hacer algo por conseguirlo; su amor no está fuera de mi control, como ocurre con el de mi madre.
Las actitudes del padre y de la madre hacia el niño corres¬ponden a las propias necesidades de ése. El infante necesita el amor incondicional y el cuidado de la madre, tanto fisiológica como psíquicamente. Después de los seis años, el niño co¬mienza a necesitar el amor del padre, su autoridad y su guía. La función de la madre es darle seguridad en la vida; la del pa¬dre, enseñarle, guiarlo en la solución de los problemas que le plantea la sociedad particular en la que ha nacido. En el caso ideal, el amor de la madre no trata de impedir que el niño crezca, no intenta hacer una virtud de la desvalidez. La madre debe tener fe en la vida, y, por ende, no ser exageradamente an¬siosa y no contagiar al niño su ansiedad. Querer que el niño se torne independiente y llegue a separarse de ella debe ser parte de su vida. El amor paterno debe regirse por principios y ex¬pectaciones; debe ser paciente y tolerante, no amenazador y autoritario. Debe darle al niño que crece un sentido cada vez mayor de la competencia, y oportunamente permitirle ser su propia autoridad y dejar de lado la del padre.

Eventualmente, la persona madura llega a la etapa en que es su propio padre y su propia madre. Tiene, por así decirlo, una conciencia materna y paterna. La conciencia materna dice: «No hay ningún delito, ningún crimen, que pueda privarte de mi amor, de mi deseo de que vivas y seas feliz.» La concien¬cia paterna dice: «Obraste mal, no puedes dejar de aceptar las consecuencias de tu mala acción, y, especialmente, debes cam¬biar si quieres que te aprecie.» La persona madura se ha libe¬rado de las figuras exteriores de la madre y el padre, y las ha erigido en su interior. Sin embargo, y en contraste con el con¬cepto freudiano del superyó, las ha construido en su interior sin incorporar al padre y a la madre, sino elaborando una con¬ciencia materna sobre su propia capacidad de amar, y una conciencia paterna fundada en su razón y su discernimiento. Además, la persona madura ama tanto con la conciencia ma¬terna como con la paterna, a pesar de que ambas parecen con¬tradecirse mutuamente. Si un individuo conservara sólo la con¬ciencia paterna, se tornaría áspero e inhumano. Si retuviera únicamente la conciencia materna, podría perder su criterio y obstaculizar su propio desarrollo o el de los demás.

En esa evolución de la relación centrada en la madre a la centrada en el padre, y su eventual síntesis, se encuentra la base de la salud mental y el logro de la madurez. El fracaso de dicho desarrollo constituye la causa básica de la neurosis. Si bien está más allá de los propósitos de este libro examinar más profundamente este punto, algunas breves observaciones servi¬rán para aclarar esa afirmación.

Una de las causas del desarrollo neurótico puede radicar en que el niño tiene una madre amante, pero demasiado indul¬gente o dominadora, y un padre débil e indiferente. En tal caso, puede permanecer fijado a una temprana relación con la ma¬dre, y convertirse en un individuo dependiente de la madre, que se siente desamparado, posee los impulsos característicos de la persona receptiva, es decir, de recibir, de ser protegido y cui¬dado, y que carece de las cualidades paternas -disciplina, in¬dependencia, habilidad de dominar la vida por sí mismo-. Pue¬de tratar de encontrar «madres» en todo el mundo, a veces en las mujeres y a veces en los hombres que ocupan una posición de autoridad y poder. Si, por el contrario, la madre es fría, in¬diferente y dominadora, puede transferir la necesidad de pro¬tección materna al padre y a subsiguientes figuras paternas, en cuyo caso el resultado final es similar al caso anterior, o se convierte en una persona de orientación unilateralmente pa¬terna, enteramente entregado a los principios de la ley, el orden y la autoridad, y carente de la capacidad de esperar o recibir amor incondicional. Ese desarrollo se ve intensificado si el pa¬dre es autoritario y, al mismo tiempo, muy apegado al hijo. Lo característico de todos esos desarrollos neuróticos es el hecho de que un principio, el paterno o el materno, no alcanza a desa¬rrollarse, o bien -como ocurre en muchas neurosis serias¬ que los papeles de la madre y el padre se tornan confusos tanto en lo relativo a las personas exteriores como a dichos papeles dentro de la persona. Un examen más profundo puede mostrar que ciertos tipos de neurosis, las obsesivas, por ejemplo, se de¬sarrollan especialmente sobre la base de un apego unilateral al padre, mientras que otras, como la histeria, el alcoholismo, la incapacidad de autoafirmarse y de enfrentar la vida en forma realista, y las depresiones, son el resultado de una relación cen¬trada en la madre.

3. LOS OBJETOS AMOROSOS
El amor no es esencialmente una relación con una persona específica; es una actitud, una orientación del carácter que de¬termina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad, no con un «objeto» amoroso. Si una persona ama sólo a otra y es indiferente al resto de sus semejantes, su amor no es amor, sino una relación simbiótica, o un egotismo am¬pliado. Sin embargo, la mayoría de la gente supone que el amor está constituido por el objeto, no por la facultad. En rea¬lidad, llegan a creer que el hecho de que no amen sino a una determinada persona prueba la intensidad de su amor. Trátase aquí de la misma falacia que mencionamos antes. Como no comprenden que el amor es una actividad, un poder del alma, creen que lo único necesario es encontrar un objeto adecuado -y que después todo viene solo-. Puede compararse esa acti¬tud con la de un hombre que quiere pintar, pero que en lugar de aprender el arte sostiene que debe esperar el objeto ade¬cuado, y que pintará maravillosamente bien cuando lo encuen¬tre. Si amo realmente a una persona, amo a todas las personas, amo al mundo, amo la vida. Si puedo decirle a alguien «Te amo», debo poder decir «Amo a todos en ti, a través de ti amo al mundo, en ti me amo también a mí mismo».

Decir que el amor es una orientación que se refiere a todos y no a uno no implica, empero, la idea de que no hay diferen¬cias entre los diversos tipos de amor, que dependen de la clase de objeto que se ama.

a. Amor fraternal.

La clase más fundamental de amor, básica en todos los ti¬pos de amor, es el amor fraternal. Por él se entiende el sentido de responsabilidad, cuidado, respeto y conocimiento con res¬pecto a cualquier otro ser humano, el deseo de promover su vida. A esta clase de amor se refiere la Biblia cuando dice: ama a tu prójimo como a ti mismo. El amor fraternal es el amor a todos los seres humanos; se caracteriza por su falta de exclusi¬vidad. Si he desarrollado la capacidad de amar, no puedo dejar de amar a mis hermanos. En el amor fraternal se realiza la ex¬periencia de unión con todos los hombres, de solidaridad hu¬mana, de reparación humana. El amor fraternal se basa en la experiencia de que todos somos uno. Las diferencias en ta¬lento, inteligencia, conocimiento, son despreciables en compa¬ración con la identidad de la esencia humana común a todos los hombres. Para experimentar dicha identidad es necesario penetrar desde la periferia hacia el núcleo. Si percibo en otra persona nada más que lo superficial, percibo principalmente las diferencias, lo que nos separa. Si penetro hasta el núcleo, percibo nuestra identidad, el hecho de nuestra hermandad. Esta relación de centro a centro -en lugar de la de periferia a periferia- es una «relación central». O, como lo expresó bella¬mente Simone Weil: «Las mismas palabras [por ejemplo, un hombre dice a su mujer, `te amo'] pueden ser triviales o ex¬traordinarias según la forma en que se digan. Y esa forma de¬pende de la profundidad de la región en el ser de un hombre de donde procedan, sin que la voluntad pueda hacer nada. Y, por un maravilloso acuerdo, alcanzan la misma región en quien las escucha. De tal modo, el que escucha puede discernir, si tiene alguna capacidad de discernimiento, cuál es el valor de las palabras» ( Simone Weil, Gravity and Grace, Nueva York, G. P. Putnam's Sons, 1952, pág. 117.)

El amor fraternal es amor entre iguales: pero, sin duda, aun como iguales no somos siempre «iguales»; en la medida en que somos humanos, todos necesitamos ayuda. Hoy yo, mañana tú. Esa necesidad de ayuda, empero, no significa que uno sea desvalido y el otro poderoso. La desvalidez es una condición transitoria; la capacidad de pararse y caminar sobre los pro¬pios pies es común y permanente.

Sin embargo, el amor al desvalido, al pobre y al descono¬cido, son el comienzo del amor fraternal. Amar a los de nues¬tra propia carne y sangre no es hazaña alguna. Los animales aman a sus vástagos y los protegen. El desvalido ama a su dueño, puesto que su vida depende de él; el niño ama a sus pa¬dres, pues los necesita. El amor sólo comienza a desarrollarse cuando amamos a quienes no necesitamos para nuestros fines personales. En forma harto significativa, en el Antiguo Testa¬mento, el objeto central del amor del hombre es el pobre, el ex¬tranjero, la viuda y el huérfano, y, eventualmente, el enemigo nacional, el egipcio y el edomita. Al tener compasión del des¬valido el hombre comienza a desarrollar amor a su hermano; y al amarse a sí mismo, ama también al que necesita ayuda, al frágil e inseguro ser humano. La compasión implica el ele¬mento de conocimiento e identificación. «Tú conoces el cora¬zón del extranjero», dice el Antiguo Testamento, «puesto que fuiste extranjero en la tierra de Egipto... ¡por lo tanto, ama al extranjero» ( La misma idea ha sido expresada por Hermann Cohen en su Religion der Vernunft aus den Quellen des Judentums, Frankfurt am Main, J. Kauf¬mann Verlag, 1929, págs. 168 y sig.).

b. Amor materno.

Nos hemos referido ya a la naturaleza del amor materno en un capítulo anterior, al hablar de la diferencia entre el amor materno y el paterno. El amor materno, como dije entonces, es una afirmación incondicional de la vida del niño y sus necesi¬dades. Pero debo hacer aquí una importante adición a tal des¬cripción. La afirmación de la vida del niño presenta dos aspec¬tos: uno es el cuidado y la responsabilidad absolutamente ne¬cesarios para la conservación de la vida del niño y su creci¬miento. El otro aspecto va más allá de la mera conservación. Es la actitud que inculca en el niño el amor a la vida, que crea en él el sentimiento: ¡es bueno estar vivo, es bueno ser una cria¬tura, es bueno estar sobre esta tierra! Esos dos aspectos del amor materno se expresan muy sucintamente en el relato bí¬blico de la creación. Dios crea el mundo y el hombre. Esto co¬rresponde al simple cuidado y afirmación de la existencia. Pero Dios va más allá de ese requerimiento mínimo. Cada día poste¬rior a la creación de la naturaleza -y del hombre- «Dios vio que era bueno». El amor materno, en su segunda etapa, hace sentir al niño: es una suerte haber nacido; inculca en el niño el amor a la vida, y no sólo el deseo de conservarse vivo. La misma idea se expresa en otro simbolismo bíblico. La tierra prometida (la tierra es siempre un símbolo materno) se des¬cribe como «plena de leche y miel». La leche es el símbolo del primer aspecto del amor, el de cuidado y afirmación. La miel simboliza la dulzura de la vida, el amor por ella y la felicidad de estar vivo. La mayoría de las madres son capaces de dar «leche», pero sólo unas pocas pueden dar «miel» también. Para estar en condiciones de dar miel, una madre debe ser no sólo una «buena madre», sino una persona feliz -y no son muchas las que logran alcanzar esa meta-. No hay peligro de exagerar el efecto sobre el niño. El amor de la madre a la vida es tan contagioso como su ansiedad. Ambas actitudes ejercen un pro¬fundo efecto sobre la personalidad total del niño; indudable¬mente, es posible distinguir, entre los niños -y los adultos¬- los que sólo recibieron «leche» y los que recibieron «leche y miel».

En contraste con el amor fraternal y el erótico, que se dan entre iguales, la relación entre madre e hijo es, por su misma naturaleza, de desigualdad, en la que uno necesita toda la ayuda y la otra la proporciona. Y es precisamente por su ca¬rácter altruista y generoso que el amor materno ha sido consi¬derado la forma más elevada de amor, y el más sagrado de to¬dos los vínculos emocionales. Parece, sin embargo, que la ver¬dadera realización del amor materno no está en el amor de la madre al pequeño bebé, sino en su amor por el niño que crece. En realidad, la vasta mayoría de las madres ama a sus hijos mientras éstos son pequeños y dependen por completo de ellas.

La mayoría de las mujeres desea tener hijos, son felices con el recién nacido y vehementes en sus cuidados. Ello ocurre a pe¬sar del hecho de que no «obtienen» nada del niño a cambio, ex¬cepto una sonrisa o una expresión de satisfacción en su rostro. Se supone que esa actitud de amor está parcialmente arraigada en un equipo instintivo que se encuentra tanto en los animales como en la mujer. Pero cualquiera sea la gravitación de ese factor, también existen factores psicológicos específicamente humanos que determinan este tipo de amor maternal. Cabe en¬contrar uno de ellos en el elemento narcisista del amor ma¬terno. En la medida en que sigue sintiendo al niño como una parte suya, el amor y la infatuación pueden satisfacer su narci¬sismo. Otra motivación radica en el deseo de poder o de pose¬sión de la madre. El niño, desvalido y sometido por entero a su voluntad, constituye un objeto natural de satisfacción para una mujer dominante y posesiva.

Si bien aparecen con frecuencia, tales motivaciones no son probablemente tan importantes y universales como la que po¬demos llamar necesidad de trascendencia. Tal necesidad de trascendencia es una de las necesidades básicas del hombre, arraigada en el hecho de su autoconciencia, en el hecho de que no está satisfecho con el papel de la criatura, de que no puede aceptarse a sí mismo como un dado arrojado fuera del cubi¬lete. Necesita sentirse creador, ser alguien que trasciende el pa¬pel pasivo de ser creado. Hay muchas formas de alcanzar esa satisfacción en la creación; la más natural, y también la más fácil de lograr, es el amor y el cuidado de la madre por su crea¬ción. Ella se trasciende en el niño; su amor por él da sentido y significación a su vida. (En la incapacidad misma del varón para satisfacer su necesidad de trascendencia concibiendo hi¬jos reside su impulso a trascenderse por medio de la creación de cosas hechas por el hombre y de ideas.)

Pero el niño debe crecer. Debe emerger del vientre ma¬terno, del pecho de la madre; eventualmente, debe convertirse en un ser humano completamente separado. La esencia misma
del amor materno es cuidar de que el niño crezca, y esto signi¬fica desear que el niño se separe de ella. Ahí radica la diferen¬cia básica con respecto al amor erótico. En este último, dos se¬res que estaban separados se convierten en uno solo. En el amor materno, dos seres que estaban unidos se separan. La madre debe no sólo tolerar, sino también desear y alentar la se¬paración del niño. Sólo en esa etapa el amor materno se con¬vierte en una tarea sumamente difícil, que requiere generosidad y capacidad de dar todo sin desear nada salvo la felicidad del ser amado. También es en esa etapa donde muchas madres fra¬casan en su tarea de amor materno. La mujer narcisista, domi¬nadora y posesiva puede llegar a ser una madre «amante» mientras el niño es pequeño. Sólo la mujer que realmente ama, la mujer que es más feliz dando que tomando, que está fir¬memente arraigada en su propia existencia, puede ser una madre amante cuando el niño está en el proceso de la sepa¬ración.

El amor maternal por el niño que crece, amor que no desea nada para sí, es quizá la forma de amor más difícil de lograr, y la más engañosa, a causa de la facilidad con que una madre puede amar a su pequeño. Pero, precisamente debido a dicha dificultad, una mujer sólo puede ser una madre verdadera¬mente amante si puede amar; si puede amar a su esposo, a otros niños, a los extraños, a todos los seres humanos. La mu¬jer que no es capaz de amar en ese sentido, puede ser una ma¬dre afectuosa mientras su hijo es pequeño, pero no será una madre amante, y la prueba de ello es la voluntad de aceptar la separación -y aun después de la separación seguir aman¬do-.

c. Amor erótico.

El amor fraterno es amor entre hermanos; el amor materno es amor por el desvalido. Diferentes como son entre sí, tienen en común el hecho de que, por su misma naturaleza, no están restringidos a una sola persona. Si amo a mi hermano, amo a todos mis hermanos; si amo a mi hijo, amo a todos mis hijos; no, más aún, amo a todos los niños, a todos los que necesitan mi ayuda. En contraste con ambos tipos de amor está el amor erótico: el anhelo de fusión completa, de unión con una única otra persona. Por su propia naturaleza, es exclusivo y no uni¬versal; es también, quizá, la forma de amor más engañosa que existe.

En primer lugar, se lo confunde fácilmente con la experien¬cia explosiva de «enamorarse», el súbito derrumbe de las barre¬ras que existían hasta ese momento entre dos desconocidos. Pero, como señalamos antes, tal experiencia de repentina inti¬midad es, por su misma naturaleza, de corta duración. Cuando el desconocido se ha convertido en una persona íntimamente conocida, ya no hay más barreras que superar, ningún súbito acercamiento que lograr. Se llega a conocer a la persona «amada» tan bien como a uno mismo. O, quizá, sería mejor de¬cir tan poco. Si la experiencia de la otra persona fuera más profunda, si se pudiera experimentar la infinitud de su persona¬lidad, nunca nos resultaría tan familiar -y el milagro de salvar las barreras podría renovarse a diario-. Pero para la mayoría de la gente, su propia persona, tanto como las otras, resulta rápidamente explorada y agotada. Para ellos, la intimidad se establece principalmente a través del contacto sexual. Puesto que experimentan la separatidad de la otra persona fundamen¬talmente como separatidad física, la unión física significa supe¬rar la separatidad.

Existen, además, otros factores que para mucha gente sig¬nifican una superación de la separatidad. Hablar de la propia vida, de las esperanzas y angustias, mostrar los propios aspectos infantiles, establecer un interés común frente al mundo =se consideran formas de salvar la separatidad-. Aun la exhibi¬ción de enojo, odio, de la absoluta falta de inhibición, se consi¬deran pruebas de intimidad, y ello puede explicar la atracción pervertida que sienten los integrantes de muchos matrimonios que sólo parecen íntimos cuando están en la cama o cuando dan rienda suelta a su odio y a su rabia recíprocos. Pero la inti¬midad de este tipo tiende a disminuir cada vez más a medida que transcurre el tiempo. El resultado es que se trata de encon¬trar amor en la relación con otra persona, con un nuevo desco¬nocido. Este se transforma nuevamente en una persona «ín¬tima», la experiencia de enamorarse vuelve a ser estimulante e intensa, para tornarse otra vez menos y menos intensa, y con¬cluye en el deseo de una nueva conquista, un nuevo amor -siempre con la ilusión de que el nuevo amor será distinto de los anteriores-. El carácter engañoso del deseo sexual contri¬buye al mantenimiento de tales ilusiones.

El deseo sexual tiende a la fusión -y no es en modo alguno sólo un apetito físico, el alivio de una tensión penosa-. Pero el deseo sexual puede ser estimulado por la angustia de la sole¬dad, por el deseo de conquistar o de ser conquistado, por la va¬nidad, por el deseo de herir y aun de destruir, tanto como por el amor. Parecería que cualquier emoción intensa, el amor en¬tre otras, puede estimular y fundirse con el deseo sexual. Como la mayoría de la gente une el deseo sexual a la idea del amor, con facilidad incurre en el error de creer que se ama cuando se desea físicamente. El amor puede inspirar el deseo de la unión sexual; en tal caso, la relación física hállase libre de avidez, del deseo de conquistar o ser conquistado, pero está fundido con la ternura. Si el deseo de unión física no está estimulado por el amor, si el amor erótico no es a la vez fraterno, jamás conduce a la unión salvo en un sentido orgiástico y transitorio. La atracción sexual crea, por un momento, la ilusión de la unión, pero, sin amor, tal «unión» deja a los desconocidos tan separa¬dos como antes -a veces los hace avergonzarse el uno del otro, o aun odiarse recíprocamente, porque, cuando la ilusión se desvanece, sienten su separación más agudamente que an¬tes-. La ternura no es en modo alguno, como creía Freud, una sublimación del instinto sexual; es el producto directo del amor fraterno, y existe tanto en las formas físicas del amor, como en las no físicas.

En el amor erótico hay una exclusividad que falta en el amor fraterno y en el materno. Ese carácter exclusivo requiere un análisis más amplio. La exclusividad del amor erótico suele interpretarse erróneamente como una relación posesiva. Es fre¬cuente encontrar dos personas «enamoradas» la una de la otra que no sienten amor por nadie más. Su amor es, en realidad, un egotismo á deux; son dos seres que se identifican el uno con el otro, y que resuelven el problema de la separatidad convir¬tiendo al individuo aislado en dos. Tienen la vivencia de supe¬rar la separatidad, pero, puesto que están separados del resto de la humanidad, siguen estándolo entre sí y enajenados de sí mismos; su experiencia de unión no es más que ilusión. El amor erótico es exclusivo, pero ama en la otra persona a toda la humanidad, a todo lo que vive. Es exclusivo sólo en el sen¬tido de que puedo fundirme plena e intensamente con una sola persona. El amor erótico excluye el amor por los demás sólo en el sentido de la fusión erótica, de un compromiso total en to¬dos los aspectos de la vida -pero no en el sentido de un amor fraterno profundo-.

El amor erótico, si es amor, tiene una premisa. Amar desde la esencia del ser -y vivenciar a la otra persona en la esencia de su ser-. En esencia, todos los seres humanos son idénticos. Somos todos parte de Uno; somos Uno. Siendo así, no debería importar a quién amamos. El amor debe ser esencialmente un acto de la voluntad, de decisión de dedicar toda nuestra vida a la de la otra persona. Ese es, sin duda, el razonamiento que sustenta la idea de la indisolubilidad del matrimonio, así como las muchas formas de matrimonio tradicional, en las que nin¬guna de las partes elige a la otra, sino que alguien las elige por ellas, a pesar de lo cual se espera que se amen mutuamente. En la cultura occidental contemporánea, tal idea parece total¬mente falsa. Supónese que el amor es el resultado de una reac¬ción espontánea y emocional, de la súbita aparición de un sen¬timiento irresistible. De acuerdo con ese criterio, sólo se consi¬deran las peculiaridades de los dos individuos implicados –y no el hecho de que todos los hombres son parte de Adán y todas las mujeres parte de Eva-. Se pasa así por alto un impor¬tante factor del amor erótico, el de la voluntad. Amar a alguien no es meramente un sentimiento poderoso -es una decisión, es un juicio, es una promesa-. Si el amor no fuera más que un sentimiento, no existirían bases para la promesa de amarse eternamente. Un sentimiento comienza y puede desaparecer. ¿Cómo puedo yo juzgar que durará eternamente, si mi acto no implica juicio y decisión?

Tomando en cuenta esos puntos de vista, cabe llegar a la conclusión de que el amor es exclusivamente un acto de la vo¬luntad y un compromiso, y de que, por lo tanto, en esencia no importa demasiado quiénes son las dos personas. Sea que el matrimonio haya sido decidido por terceros, o el resultado de una elección individual, una vez celebrada la boda el acto de la voluntad debe garantizar la continuación del amor. Tal posi¬ción parece no considerar el carácter paradójico de la natura¬leza humana y del amor erótico. Todos somos Uno; no obs¬tante, cada uno de nosotros es una entidad única e irrepetible. Idéntica paradoja se repite en nuestras relaciones con los otros. En la medida en que todos somos uno, podemos amar a todos de la misma manera, en el sentido del amor fraternal. Pero en la medida en que todos también somos diferentes, el amor erótico requiere ciertos elementos específicos y altamente individuales que existen entre algunos seres, pero no entre todos.

Ambos puntos de vista, entonces, el del amor erótico como una atracción completamente individual, única entre dos per¬sonas específicas, y el de que el amor erótico no es otra cosa que un acto de la voluntad, son verdaderos -o, como sería quizá más exacto, la verdad no es lo uno ni lo otro-. De ahí que la idea de una relación que puede disolverse fácilmente si no resulta exitosa es tan errónea como la idea de que tal rela¬ción no debe disolverse bajo ninguna circunstancia.

d. Amor a sí mismo.

(Paul Tillich, en un comentario de The Sane Society, en Pastoral Psy¬chology, setiembre 1955, sugirió que seria mejor abandonar el ambiguo tér¬mino «amor a sí mismo» (autoamor, «self-love») y reemplazarlo por «autoa¬firmación natural», o «autoaceptación paradójica». Si bien comprendo yo los méritos de esa sugerencia, no puedo convenir con el autor al respecto. En el término «amor a sí mismo», el elemento paradójico en amor a si mismo está mucho más claramente contenido. Se expresa el hecho de que el amor es una actitud que es la misma hacia todos los objetos, incluyéndome a mí mismo. Tampoco debe olvidarse que ese término, en el sentido en que se lo usa aquí, tiene una historia. La Biblia habla de amor a sí mismo cuando ordena «ama a tu prójimo como a ti mismo», y Meister Eckhart habla de amor a sí mismo en el mismo sentido. )

Si bien la aplicación del concepto del amor a diversos obje¬tos no despierta objeciones, es creencia común que amar a los demás es una virtud, y amarse a si mismo un pecado. Se su pone que en la medida en que me amo a mí mismo, no amo a los demás, que amor a sí mismo es lo mismo que egoísmo. Tal punto de vista se remonta a los comienzos del pensamiento oc¬cidental. Calvino califica de «peste» el amor a sí mismo (Calvino, Institutes of the Christian Religion (versión inglesa de J. AI¬bau), Filadelfia, Presbyterian Board of Christian Education, 1928, cap. 7, parte 4, pág. 622. ). Freud habla del amor a sí mismo en términos psiquiátricos, pero no obstante, su juicio valorativo es similar al de Calvino. Para él, amor a si mismo se identifica con narcisismo, es decir, la vuelta de la libido hacia el propio ser. El narcisismo consti¬tuye la primera etapa del desarrollo humano, y la persona que en la vida adulta regresa a su etapa narcisista, es incapaz de amar; en los casos extremos, es insano. Freud sostiene que el amor es una manifestación de la libido, y que ésta puede diri¬girse hacia los demás -amor- o hacia uno -amor a sí mismo-. Amor y amor a sí mismo, entonces, se excluyen mu¬tuamente en el sentido de que cuanto mayor es uno, menor es el otro. Si el amor a sí mismo es malo, se sigue que la generosi¬dad es virtuosa.
Surgen los problemas siguientes: ¿La observación psico¬lógica sustenta la tesis de que hay una contradicción básica en¬tre el amor a sí mismo y el amor a los demás? ¿Es el amor a sí mismo un fenómeno similar al egoísmo, o son opuestos? Y ¿es el egoísmo del hombre moderno realmente una preocupación por sí mismo como individuo, con todas sus potencialidades in¬telectuales, emocionales y sensuales? ¿No se ha convertido «él» en un apéndice de su papel económico-social? ¿Es su egoísmo idéntico al amor a sí mismo, o es la causa de la falta de este úl¬timo?

Antes de comenzar el examen del aspecto psicológico del egoísmo y del amor a sí mismo, debemos destacar la falacia lógica que implica la noción de que el amor a los demás y el amor a uno mismo se excluyen recíprocamente. Si es una vir¬tud amar al prójimo como a uno mismo, debe serlo también -y no un vicio- que me ame a mí mismo, puesto que también yo soy un ser humano. No hay ningún concepto del hombre en el que yo no esté incluido. Una doctrina que proclama tal ex¬clusión demuestra ser intrínsecamente contradictoria. La idea expresada en el bíblico «Ama a tu prójimo como a ti mismo», implica que el respeto por la propia integridad y unicidad, el amor y la comprensión del propio sí mismo, no pueden sepa¬rarse del respeto, el amor y la comprensión del otro individuo. El amor a sí mismo está inseparablemente ligado al amor a cualquier otro ser.

Hemos llegado ahora a las premisas psicológicas básicas que fundamentan las conclusiones de nuestro argumento. En términos generales, dichas premisas son las siguientes: no sólo los demás, sino nosotros mismos, somos «objeto» de nuestros sentimientos y actitudes; las actitudes para con los demás y para con nosotros mismos, lejos de ser contradictorias, son básicamente conjuntivas. En lo que toca al problema que exa¬minamos, eso significa: el amor a los demás y el amor a noso¬tros mismos no son alternativas. Por el contrario, en todo indi¬viduo capaz de amar a los demás se encontrará una actitud de amor a sí mismo. El amor, en principio, es indivisible en lo que atañe a la conexión entre los «objetos» y el propio ser. El amor genuino constituye una expresión de la productividad, y en¬traña cuidado, respeto, responsabilidad y conocimiento. No es un «afecto» en el sentido de que alguien nos afecte, sino un es¬forzarse activo arraigado en la propia capacidad de amar y que tiende al crecimiento y la felicidad de la persona amada.

Amar a alguien es la realización y concentración del poder de amar. La afirmación básica contenida en el amor se dirige hacia la persona amada como una encarnación de las cualidades esencialmente humanas. Amar a una persona implica amar al hombre como tal. El tipo de «división del trabajo», como lo llamó William James, que consiste en amar a la propia familia pero ser indiferente al «extraño», es un signo de una incapaci¬dad básica de amar. El amor al hombre no es, como a menudo se supone, una abstracción que sigue al amor a una persona es¬pecífica, sino que constituye su premisa, aunque genéticamente se adquiera al amar a individuos específicos.

De ello se deduce que mi propia persona debe ser un objeto de mi amor al igual que lo es otra persona. La afirmación de la vida, felicidad, crecimiento y libertad propios, está arraigada en la propia capacidad de amar, esto es, en el cuidado, el res¬peto, la responsabilidad y el conocimiento. Si un individuo es capaz de amar productivamente, también se ama a sí mismo; si sólo ama a los demás, no puede amar en absoluto.

Dando por establecido que el amor a sí mismo y a los de¬más es conjuntivo, ¿cómo explicamos el egoísmo, que excluye evidentemente toda genuina preocupación por los demás? La persona egoísta sólo se interesa por sí misma, desea todo para sí misma, no siente placer en dar, sino únicamente en tomar. Considera el mundo exterior sólo desde el punto de vista de lo que puede obtener de él; carece de interés en las necesidades ajenas y de respeto por la dignidad e integridad de los demás. No ve más que a sí misma; juzga a todos según su utilidad; es básicamente incapaz de amar. ¿No prueba eso que la preocu¬pación por los demás y por uno mismo son alternativas inevi¬tables? Sería así si el egoísmo y el autoamor fueran idénticos. Pero tal suposición es precisamente la falacia que ha llevado a tantas conclusiones erróneas con respecto a nuestros proble¬mas. El egoísmo y el amor a sí mismo, lejos de ser idénticos, son realmente opuestos. El individuo egoísta no se ama dema¬siado, sino muy poco; en realidad, se odia. Tal falta de cariño y cuidado por sí mismo, que no es sino la expresión de su falta de productividad, lo deja vacío y frustrado. Se siente necesaria¬mente infeliz y ansiosamente preocupado por arrancar a la vida las satisfacciones que él se impide obtener. Parece preocu¬parse demasiado por sí mismo, pero, en realidad, sólo realiza un fracasado intento de disimular y compensar su incapacidad de cuidar de su verdadero ser. Freud sostiene que el egoísta es narcisista, como si negara su amor a los demás y lo dirigiera hacia sí. Es verdad que las personas egoístas son incapaces de amar a los demás, pero tampoco pueden amarse a sí mismas.

Es más fácil comprender el egoísmo comparándolo con la ávida preocupación por los demás, como la que encontramos, por ejemplo, en una madre sobreprotectora. Si bien ella cree conscientemente que es en extremo cariñosa con su hijo, en realidad tiene una hostilidad hondamente reprimida contra el objeto de sus preocupaciones. Sus cuidados exagerados no obedecen a un amor excesivo al niño, sino a que debe compen¬sar su total incapacidad de amarlo.

Esta teoría de la naturaleza del egoísmo surge de la expe¬riencia psicoanalítica con la «generosidad» neurótica, un sín¬toma de neurosis observado en no pocas personas, que habi¬tualmente no están perturbadas por ese síntoma, sino por otros relacionados con él, como depresión, fatiga, incapacidad de trabajar, fracaso en las relaciones amorosas, etc. No sólo ocu¬rre que no consideran esa generosidad como un «síntoma»; fre¬cuentemente es el único rasgo caracterológico redentor del que esas personas se enorgullecen. La persona «generosa» «no quiere nada para sí misma»; «sólo vive para los demás», está orgullosa de no considerarse importante. Le intriga descubrir que, a pesar de su generosidad, no es feliz, y que sus relaciones con los más íntimos allegados son insatisfactorias. La labor analítica demuestra que esa generosidad no es algo aparte de los otros síntomas, sino uno de ellos -de hecho, muchas veces es el más importante-; que la capacidad de amar o de disfru¬tar de esa persona está paralizada; que está llena de hostilidad hacia la vida y que, detrás de la fachada de generosidad, se oculta un intenso egocentrismo, sutil, pero no por ello menos intenso. Esa persona sólo puede curarse si también su gene¬rosidad se interpreta como un síntoma junto con los demás, de modo que su falta de productividad, que está en la raíz de su generosidad y de las otras perturbaciones, pueda co¬rregirse.

La naturaleza de esa generosidad se torna particularmente evidente en su efecto sobre los demás y, con mucha frecuencia en nuestra cultura, en el efecto que la madre «generosa» ejerce sobre sus hijos. Ella cree que, a través de su generosidad, sus hijos experimentarán lo que significa ser amado y aprenderán, a su vez, a amar. Sin embargo, el efecto de su generosidad no corresponde en absoluto a sus expectaciones. Los niños no de¬muestran la felicidad de personas convencidas de que se los ama; están angustiados, tensos, temerosos de la desaprobación de la madre y ansiosos de responder a sus expectativas. Habi¬tualmente, se sienten afectados por la oculta hostilidad de la madre contra la vida, que sienten, pero sin percibirla con clari¬dad, y, eventualmente, se empapan de ella. En conjunto, el efecto producido por la madre «generosa» no es demasiado di¬ferente del que ejerce la madre egoísta, y aun puede resultar más nefasto, puesto que la generosidad de la madre impide que los niños la critiquen. Se los coloca bajo la obligación de no de¬silusionarla; se les enseña, bajo la máscara de la virtud, a no gustar de la vida. Si se tiene la oportunidad de estudiar el efecto producido por una madre con genuino amor a sí misma, se ve que no hay nada que lleve más a un niño a la experiencia e lo que son la felicidad, el amor y la alegría, que el amor de una madre que se ama a sí misma.

Meister Eckhart ha sintetizado magníficamente estas ideas: «Si te amas a ti mismo, amas a todos los demás como a ti mismo. Mientras ames a otra persona menos que a ti mismo, no lograrás realmente amarte, pero si amas a todos por igual, incluyéndote a ti, los amarás como una sola persona y esa per¬sona es a la vez Dios y el hombre. Así, pues, es una persona grande y virtuosa la que amándose a sí misma, ama igualmente a todos los demás» (Meister Eckhart (versión inglesa de R. B. Blaknev). Nueva York, Har¬per and Brothers, 1941, pág. 204.)

e. Amor a Dios.

Dijimos antes que la base de nuestra necesidad de amar está en la experiencia de separatidad y la necesidad resultante de superar la angustia de la separatidad por medio de la expe¬riencia de la unión. La forma religiosa del amor, lo que se de¬nomina amor a Dios, es, desde el punto de vista psicológico, de índole similar. Surge de la necesidad de superar la separatidad y lograr la unión. En realidad, el amor a Dios tiene tantos as¬pectos y cualidades distintos como el amor al hombre -y en gran medida encontramos en él las mismas diferencias-.

En todas las religiones teístas, sean politeístas o monoteís¬tas, Dios representa el valor supremo, el bien más deseable. Por lo tanto, el significado específico de Dios depende de cuál sea el bien más deseable para una determinada persona. La comprensión del concepto de Dios debe comenzar, en conse¬cuencia, con un análisis de la estructura caracterológica de la persona que adora a Dios.

Hasta donde tenemos conocimiento al respecto, el desarro¬llo de la raza humana puede caracterizarse como la emergen¬cia del hombre de la naturaleza, de la madre, de los lazos de la sangre y el suelo. En el comienzo de la historia humana, el hombre, si bien expulsado de la unidad original con la natura¬leza, se aferra todavía a esos lazos primarios. Encuentra segu¬ridad regresando o aferrándose a esos vínculos primitivos. Siéntese identificado todavía con el mundo de los animales y de los árboles, y trata de lograr la unidad formando parte del reino natural. Muchas religiones primitivas son manifestacio¬nes de esa etapa evolutiva. Un animal se transforma en un tó¬tem; se utilizan máscaras de animales en los actos religiosos o en la guerra; se adora a un animal como dios. En una etapa posterior de evolución, cuando la habilidad humana se ha de¬sarrollado hasta alcanzar la del artesano o el artista, cuando el hombre no depende ya exclusivamente de los dones de la natu¬raleza -la fruta que encuentra y el animal que mata- el hom¬bre transforma el producto de su propia mano en un dios. Es ésa la etapa de la adoración de ídolos hechos de arcilla, plata u oro. El hombre proyecta sus poderes y habilidades propios en las cosas que hace, y así, a distancia, adora sus proezas, sus posesiones. En una etapa ulterior, el hombre da a sus dioses la forma de seres humanos. Parece que eso sólo puede ocurrir cuando el hombre se ha tornado más consciente de sí mismo, y cuando ha descubierto al hombre como la «cosa» más elevada y digna en el mundo. En esa fase de adoración de un dios an¬tropomórfico, encontramos una evolución de dos dimensiones. Una se refiere a la naturaleza femenina o masculina de los dio¬ses, la otra al grado de madurez alcanzada por el hombre, grado que determina la naturaleza de sus dioses y la naturaleza de su amor a ellos.

Hablemos en primer término del paso desde las religiones matriarcales a las patriarcales. De acuerdo con los notables y decisivos descubrimientos de Bachofen y Morgan a mediados del siglo pasado, y a pesar de que la mayoría de los círculos académicos rechazó esos hallazgos, no parecen existir dudas acerca de la existencia de una fase matriarcal de la religión, an¬terior a la patriarcal, por lo menos en muchas culturas. En la fase matriarcal, el ser superior es la madre. Es la diosa, y así¬ mismo la autoridad en la familia y la sociedad. Para compren¬der la esencia de la religión matriarcal basta recordar lo dicho sobre la esencia del amor materno. El amor de la madre es in¬condicional, y también es omniprotector y envolvente; como es incondicional, tampoco puede controlarse o adquirirse. Su pre¬sencia da a la persona amada una sensación de dicha; su au¬sencia produce un sentimiento de abandono y profunda deses¬peración. Puesto que la madre ama a sus hijos porque son sus hijos, y no porque sean «buenos», obedientes, o cumplan sus deseos y órdenes, el amor materno se basa en la igualdad. To¬dos los hombres son iguales, porque son todos hijos de una madre, porque todos son hijos de la Madre Tierra.

La etapa siguiente de la evolución humana, la única que conocemos plenamente y a cuyo respecto no tenemos necesi¬dad de confiar en inferencias y reconstrucciones, es la fase patriarcal. En ella, la madre pierde su posición suprema y el pa¬dre se convierte en el Ser Supremo, tanto en la religión como en la sociedad. La naturaleza del amor del padre le hace tener exigencias, establecer principios y leyes, y a que su amor al hijo dependa de la obediencia de éste a sus demandas. Prefiere al hijo que más se le asemeja, al más obediente y capacitado para sucederle, como heredero de todas sus posesiones. (El de¬sarrollo de la sociedad patriarcal es paralelo al de la propiedad privada.) Como consecuencia, la sociedad patriarcal es jerár¬quica; la igualdad de los hermanos se transforma en competen¬cia y lucha mutua. Sea que consideremos las culturas india, egipcia o griega, o las religiones judeo-cristiana o islámica, nos encontramos en medio de un mundo patriarcal, con dioses masculinos, sobre los que reina un dios principal, o donde to¬dos los dioses han sido eliminados menos Uno, el Dios. Sin embargo, puesto que es imposible arrancar del corazón hu¬mano el anhelo de amor materno, no es sorprendente que la fi¬gura de la madre amante no se haya podido expulsar total¬mente del panteón. En la religión judía, los aspectos maternos de Dios vuelven a introducirse, en especial en las diversas corrientes místicas. En la religión católica, la Iglesia y la Virgen simbolizan a la Madre. Ni siquiera en el protestantismo perma¬nece oculta. Lutero estableció como principio fundamental que nada de lo que el hombre hace puede procurarle el amor de Dios. El amor de Dios es Gracia, la actitud religiosa consiste en tener fe en esa gracia, y hacerse pequeño y desvalido; las buenas obras no pueden influir sobre Dios -o hacer que Dios nos ame, como postulan las doctrinas católicas-. Aquí es evi¬dente que la doctrina católica de las buenas obras forma parte del cuadro patriarcal; es posible alcanzar el amor del padre mediante la obediencia y el cumplimiento de sus exigencias. La doctrina luterana, en cambio, a pesar de su manifiesto carácter patriarcal, contiene un elemento matriarcal soslayado. El amor de la madre no puede adquirirse; está ahí, o no; todo lo que puedo hacer es tener fe (como dice el salmista: «Sobre los pe¬chos de mi madre, me hiciste estar confiado»16 (Salmos, 22 : 9.)), y transfor¬marme en una criatura desvalida e impotente. Pero la peculia¬ridad de la fe de Lutero consiste en que la figura de la madre desapareció del cuadro manifiesto y fue reemplazada por la del padre; en lugar de la certeza de ser amado por la madre, se convierte en rasgo fundamental la intensa duda, el esperar, contra toda esperanza, el amor incondicional del padre.

He tenido que examinar la diferencia entre los elementos matriarcales y patriarcales en la religión para mostrar que el carácter del amor a Dios depende de la respectiva gravitación de los aspectos matriarcales y patriarcales en la religión. El as¬pecto patriarcal me hace amar a Dios como a un padre; su¬pongo que es justo y severo, que castiga y recompensa; y, evi¬dentemente, que me elegirá como hijo favorito, tal como Dios eligió a Abraham-Israel, como Isaac eligió a Jacob, como Dios elige a su pueblo favorito. En el aspecto matriarcal de la reli¬gión, amo a Dios como a una madre omnímoda. Tengo fe en su amor y sé que pese a cuan pobre e impotente sea, a cuanto haya pecado, me amará y no amará a ninguno de sus otros hi¬jos más que a mí; que me ocurra lo que me ocurriere, me res¬catará, me salvará, me perdonará. Innecesario es decir que mi amor a Dios y el amor de Dios a mi son inseparables. Si Dios es un padre, me ama como a un hijo, y yo lo amo como a un padre. Si Dios es una madre, este hecho determina su amor y mi amor.

Esa diferencia entre los aspectos maternos y paternos del amor a Dios es, empero, sólo uno de los factores que determi¬nan la naturaleza de ese amor; el otro factor es el grado de ma¬durez alcanzado por el individuo y, por lo tanto, en su con¬cepto de Dios y su amor a Dios.

Dado que la raza humana evolucionó desde una estructura societal centrada en la madre a una centrada en el padre, es principalmente en el desenvolvimiento de la religión patriarcal donde podemos observar el desarrollo de un amor maduro (Eso es verdad especialmente en lo que atañe a las religiones monoteís¬tas de occidente. En las religiones indias las figuras maternas han conservado buena parte de su influencia, por ejemplo, en la diosa Kali; en el budismo y en el taoísmo, el concepto de un dios -o de una diosa- carecía de significa¬ción esencial, si es que no había sido eliminado por completo.). Al comienzo de esa evolución, encontramos un Dios des¬pótico, celoso, que considera que el hombre que él ha creado es su propiedad, y que tiene derecho a hacer con él cuanto quiera. Es ésa la fase religiosa en la que Dios arroja al hombre del pa¬raíso, para que no coma del árbol del saber y se convierta así en Dios mismo; es la fase en la que Dios decide destruir la raza humana mediante el diluvio, porque ninguno de sus miembros le gusta, con la excepción de su hijo favorito, Noé; es la fase en la que Dios le exige a Abraham que mate a su único y amado hijo Isaac, para probar su amor por El con un acto de total obediencia. Pero al mismo tiempo comienza una nueva etapa; Dios hace un pacto con Noé, por el cual le promete no volver a destruir jamás la raza humana, un pacto en el cual él mismo se compromete. No sólo está atado por sus promesas, sino por su propio principio de justicia, y sobre esa base Dios debe some¬terse al pedido de Abraham de no destruir Sodoma si en ella hay por lo menos diez hombres justos. Pero la evolución va más allá de transformar a Dios, de la figura de un despótico jefe de tribu en un padre amante, en un padre que está some¬tido al principio que él mismo ha postulado; tiende a que Dios deje de ser la figura de un padre y se convierta en el símbolo de sus principios, los de justicia, verdad y amor. Dios es verdad, Dios es justicia. En ese desarrollo, Dios deja de ser una per¬sona, un hombre, un padre; se convierte en el símbolo del prin¬cipio de unidad subyacente a la multiplicidad de los fenóme¬nos, de la visión de la flor que crecerá de la semilla espiritual que alberga el hombre en su interior. Dios no puede tener un nombre. Un nombre siempre denota una cosa, o una persona, algo finito. ¿Cómo puede Dios tener un nombre, si no es una persona ni una cosa?

El incidente más notable de ese cambio es el relato bíblico de la revelación de Dios a Moisés. Cuando Moisés le dice que los hebreos no creerán que Dios lo ha enviado, a menos que pueda decirles el nombre de Dios (¿cómo podrían los adorado¬res de ídolos comprender un Dios sin nombre, puesto que la esencia misma de un ídolo es tener un nombre?), Dios hace una concesión. Dice a Moisés que su nombre es «Yo soy el que soy». «Yo soy el que seré es mi nombre.» El «yo soy el que seré» significa que Dios no es finito, que no es una persona, un «ser». La traducción más adecuada de la frase sería: dile que «mi nombre es sinnombre». La prohibición de hacer imágenes de Dios, de pronunciar su nombre en vano, y eventualmente, de pronunciar su nombre en absoluto, apunta a la misma fina¬lidad, la de liberar al hombre de la idea de que Dios es un pa¬dre, una persona. En el desarrollo teológico ulterior, la idea se transforma en el principio de que ni siquiera deben darse a Dios atributos positivos. Decir que Dios es sabio, poderoso, bueno, implica nuevamente que es una persona; todo lo que puedo hacer es decir lo que Dios no es, enumerar sus atributos negativos, postular que no es limitado, que no es malo, que no es injusto. Cuanto más sé lo que Dios no es, mayor es mi cono¬cimiento de Dios (Cf. el concepto de Maimónides de los atributos negativos de Dios en la Guía de los Perplejos.).

Si seguimos la maduración de la idea monoteísta en sus consecuencias ulteriores sólo llegaremos a una conclusión: no mencionar para nada el nombre de Dios, no hablar acerca de Dios. Dios se convierte entonces en lo que es potencialmente en la teología monoteísta, el Uno sin nombre, un balbuceo inexpresable, que se refiere a la unidad subyacente al universo fenoménico, la fuente de toda existencia; Dios se torna verdad, amor, justicia. Dios es yo, en la medida en que soy humano.

Es evidente que tal evolución desde el principio antropo¬mórfico al puro monoteísmo establece una diferencia funda¬mental en la naturaleza del amor a Dios. El Dios de Abraham puede amarse o temerse, como un 'padre, y su aspecto predo¬minante es a veces la tolerancia, a veces la ira. En el grado en que Dios es el padre, yo soy el hijo. No he emergido plena¬mente del deseo autista de omnisciencia y omnipotencia. No he adquirido aún la objetividad necesaria para percatarme de mis limitaciones como ser humano, de mi ignorancia, mi desvali¬dez. Reclamo aún, como una criatura, que haya un padre que me rescate, que me vigile, que me castigue, un padre que me aprecie cuando soy obediente, que se sienta halagado por mis loas y enojado a causa de mi desobediencia. Es notorio que la mayoría de la gente no ha superado, en su evolución personal, esa etapa infantil, y de ahí que su fe en Dios signifique creer en un padre protector -una ilusión infantil-. Esta sigue siendo la forma predominante, a pesar del hecho de que algunos grandes maestros de la raza humana y un pequeño número de hombres hayan superado ese concepto de la religión.

En la medida en que las cosas son así, la crítica de la idea de Dios, tal como la expresó Freud, es correcta. El error, sin embargo, está en el hecho de que no tuvo en cuenta el otro as¬pecto de la religión monoteísta, y su verdadero núcleo, cuya lógica lleva exactamente a la negación de este concepto de Dios. La persona verdaderamente religiosa, que capta la esen¬cia de la idea monoteísta, no reza por nada, no espera nada de Dios; no ama a Dios como un niño a su padre o a su madre; ha adquirido la humildad necesaria para percibir sus limitacio¬nes, hasta el punto de saber que no sabe nada acerca de Dios. Dios se convierte para ella en un símbolo en el que el hombre, en una etapa más temprana de su evolución, ha expresado la totalidad de lo que se esfuerza por alcanzar, el reino del mundo espiritual, del amor, la verdad, la justicia. Tiene fe en los princi¬pios que «Dios» representa; piensa la verdad, vive el amor y la justicia, y considera que su vida toda es valiosa sólo en la me¬dida en que le da la oportunidad de llegar a un desenvolvi¬miento cada vez más pleno de sus poderes humanos -como la única realidad que cuenta, el único objeto de «fundamental im¬portancia»-; y, eventualmente, no habla de Dios -ni siquiera menciona su nombre-. Amar a Dios, si usara esa palabra, sig¬nificaría entonces anhelar el logro de la plena capacidad de amar, para la realización de lo que «Dios» representa en uno mismo.

Desde ese punto de vista, la consecuencia lógica del pensa¬miento monoteísta es la negación de toda «teología», de todo «conocimiento de Dios». No obstante, sigue habiendo una diferencia entre tan radical concepción no-teológica y un sistema no teísta, por ejemplo, en el budismo primitivo o en el taoísmo.

En todos los sistemas teistas, aun los místicos y no-teológi¬cos, existe el supuesto de la realidad del reino espiritual, que trasciende al hombre, que da significado y validez a los pode res espirituales del hombre y a sus esfuerzos por alcanzar la salvación y el nacimiento interior. En un sistema no-teísta no existe un reino espiritual fuera del hombre o trascendente a él. El reino del amor, la razón y la justicia existe como una reali¬dad únicamente porque el hombre ha podido desenvolver esos poderes en sí mismo a través del proceso de su evolución y sólo en esa medida. En tal concepción, la vida no tiene otro sentido que el que el hombre le da; el hombre está completa¬mente solo, salvo en la medida en que ayuda a otro.

Puesto que ¡le hablado del amor a Dios, quiero aclarar que, personalmente, no pienso en función de un concepto teísta, y que, en mi opinión, el concepto de Dios es sólo un concepto históricamente condicionado, en el que el hombre ha expre¬sado su experiencia de sus poderes superiores, su anhelo de verdad y de unidad en determinado período histórico. Pero creo también que las consecuencias de un monoteísmo estricto y la preocupación fundamental no-teísta por la realidad espiri¬tual son dos puntos de vista que, aunque diferentes, no se con¬tradicen necesariamente.

Pero aquí surge otra dimensión de la cuestión del amor a Dios, que debemos analizar para medir la profundidad del pro¬blema. Me refiero a una diferencia fundamental en la actitud religiosa entre Oriente (China e India) y el Occidente, diferen¬cia que cabe expresar en función de conceptos lógicos. Desde Aristóteles, el mundo occidental ha seguido los principios lógi¬cos de la filosofía aristotélica. Esa lógica se basa en el principio de identidad que afirma que A es A, el principio de contradic¬ción (A no es no A) y el principio del tercero excluido (A no puede ser A y no A, tampoco A ni no A). Aristóteles explica claramente su posición en el siguiente pasaje: «Es imposible que una misma cosa simultáneamente pertenezca y no perte¬nezca a la misma cosa y en el mismo sentido, sin perjuicio de otras determinaciones que podrían agregarse para enfrentar las objeciones lógicas. Este es, entonces, el más cierto de todos los principios … (Aristóteles, Metafísica, libro 3, 1005b, 20. )

Este axioma de la lógica aristotélica está tan hondamente arraigado en nuestros hábitos de pensamiento que se siente como «natural» y autoevidente, mientras que, por otra parte, la confirmación de que X es A y no es A parece insensata. (Desde luego, la afirmación se refiere al sujeto X en un mo¬mento dado, no a X ahora y a X más tarde, o a un aspecto de X frente a otro aspecto.)

En oposición a la lógica aristotélica, existe la que podría¬mos llamar lógica paradójica, que supone que A y no-A no se excluyen mutuamente como predicados de X. La lógica paradójica predominó en el pensamiento chino e indio, en la filosofía de Heráclito, y posteriormente, con el nombre de dialéctica, se convirtió en la filosofía de Hegel y de Marx. Lao-tsé formuló claramente el principio general de la lógica paradójica: «Las palabras que son estrictamente verdaderas parecen ser para¬dójicas» (Lao-tsé, The Tao Teh King, The Sacred Books of the East, ed. por F. Max Mueller, Vol. XXXIX, Londres, Oxford University Press, 1927, pág. 120.). Y Chuang-tzu: «Lo que es uno es uno. Aquello que es no-uno, también es uno.» Tales formulaciones de la lógica paradójica son positivas: es y no es. Otras son negativas: no es esto ni aquello. Encontramos la primera expresión en el pensa¬miento taoísta, en Heráclito y en la dialéctica de Hegel; la se¬gunda formulación es frecuente en la filosofía india.

Aunque estaría más allá de los propósitos de este libro in¬tentar una descripción más detallada de la diferencia entre la lógica aristotélica y la paradójica, mencionaré unos pocos ejemplos para hacer más comprensible el principio. La lógica paradójica tiene en Heráclito su primera manifestación filo¬sófica en el pensamiento occidental. Heráclito afirma que el conflicto entre los opuestos es la base de toda existencia. «Ellos no comprenden», dice «que el Uno total, divergente en sí mismo, es idéntico a sí mismo: armonía de tensiones opuestas, como en el arco y en la lira» (W. Capelle, Die Vorsokratiker, Stuttgart, Alfred Kroener Verlag, 1953, pág. 134 (Mi traducción, E. F.).. O aun con mayor claridad: «Nos bañamos en el mismo río y, sin embargo, no en el mismo; somos nosotros y no somos nosotros»( Ibídem, pág. 132 ). O bien: «Uno y lo mismo se manifiesta en las cosas como vivo y muerto, des¬pierto y dormido, joven y viejo». ( Ibídem, pág. 133.)

En la filosofía de Lao-tsé la misma idea exprésase en una forma más poética. Un ejemplo característico del pensamiento paradójico taoísta es el siguiente: «La gravedad es la raíz de la liviandad; la quietud es la rectora del movimiento» (Mueller, op. cit., pág. 69 ). O bien: «El Tao en su curso regular no hace nada y, por lo tanto, no hay nada que no haga» ( Ibídem, pág. 79. ). O bien: «Mis palabras son muy fáci¬les de conocer y muy fáciles de practicar; pero no hay nadie en el mundo capaz de conocerlas y practicarlas» (Ibídem, pág. 112 ). En el pensa¬miento taoísta, así como en el pensamiento indio y socrático, el nivel más alto al que puede conducirnos el pensamiento es co¬nocer lo que no conocemos: «Conocer y, no obstante [pensar] que no conocemos es el más alto [logro]; no conocer [y sin em¬bargo pensar] que conocemos es una enfermedad» (Ibídem, pág. 113 ). Que el Dios supremo no pueda nombrarse no es sino una consecuen¬cia de esa filosofía. La realidad final, lo Uno fundamental, no puede encerrarse en palabras o en pensamientos. Como dice Lao-tsé, «El Tao que puede ser hallado, no es el Tao perma¬nente y estable. El nombre que puede nombrarse no es el nom¬bre permanente y estable» (Ibídem, pág. 47 ). O, en una formulación distinta: «Lo miramos y no lo vemos, y lo llamamos el `Ecuable'. Lo es¬cuchamos y no lo oímos, y lo llamamos el `Inaudible'. Trata¬mos de captarlo, y no logramos hacerlo, y lo nombramos el `Sutil'. Con estas tres cualidades no puede ser sujeto de des¬cripción; y por eso las fundimos y obtenemos El Uno» (Ibídem, pág. 57.). Y aun otra formulación de la misma idea: «El que conoce [el Tao] no (necesita) hablar (sobre él); el que está [siempre dispuesto a] hablar sobre él no lo conoce»». (Ibídem, pág. 100)

La filosofía brahmánica se preocupaba por la relación en¬tre la multiplicidad (de los fenómenos) y la unidad (Brahma). Pero la filosofía paradójica no debe confundirse en la India ni en la China con un punto de vista dualista. La armonía (uni¬dad) consiste en la posición conflictual que la constituye. «El pensamiento brahmánico desde el principio giró alrededor de la paradoja de los antagonismos simultáneos -y no obstante ¬identidad de las fuerzas y formas manifiestas del mundo feno¬ménico...» (H. R. Zimmer, Philosophies of India, Nueva York, Pantheon Books, 1951. ) El poder esencial en el Universo y en el hombre trasciende tanto la esfera conceptual como la sensible. No es, por lo tanto, «ni esto ni aquello». Pero, como advierte Zimmer, «no hay antagonismo entre `real e irreal' en esta realización es¬trictamente nodualista» (Ibídem.). En su búsqueda de la unidad más allá de la multiplicidad, los pensadores brahmánicos llegaron a la conclusión de que el par de opuestos que se percibe no re¬fleja la naturaleza de las cosas, sino la de la mente percipiente. El pensamiento percipiente debe trascenderse a si mismo para alcanzar la verdadera realidad. La oposición es una categoría de la mente humana, no un elemento de la realidad. En el Rig¬Veda, el principio se expresa en la siguiente forma: «Yo soy los dos, la fuerza vital y el material vital, los dos a la vez.» La con¬secuencia extrema de la idea de que el pensamiento sólo puede percibir en contradicciones aparece en forma aún más drástica en la teoría vedanta, que postula que el pensamiento -a pesar de su fino discernimiento- es «sólo un más sutil horizonte de ignorancia, en realidad, el más sutil de todos los engañosos re¬cursos de maya» (Ibídem, pág. 424.)

La lógica paradójica tiene una significativa relación con el concepto de Dios. En el grado en que Dios representa la reali¬dad esencial, y la mente humana percibe la realidad en contra dicciones, no puede hacerse afirmación positiva alguna acerca de Dios. En los Vedas, la idea de un Dios omnisapiente y om¬nipotente se considera la forma más extrema de ignorancia. (Ibídem, pág. 424. ) Vemos aquí la conexión con la falta de nombre del Tao, el nombre innominado del Dios que se revela a Moisés, la «Nada absoluta» de Meister Eckhart. El hombre sólo puede conocer la negación, y nunca la posición de la realidad esencial. «Mientras tanto, el hombre no puede conocer lo que Dios es, aunque tenga plena conciencia de lo que Dios no es... Así satisfecha con nada, la mente clama el bien supremo.» ( Meister Eckhart, Nueva York, Harper and Brothers, 1941, pág. 114. ) Para Meister Eckhart, «El Divino es una negación de las negaciones, y una negativa de las negativas... Todas las criaturas contienen una negación: una niega que es la otra» (Ibídem, pág. 247. Cf. también la teología negativa de Maimónides.)Es tan sólo como una consecuencia ulterior que Dios se convierte para Meister Eck¬hart en «La Nada absoluta», tal como la realidad esencial es el «En Sof>, lo Sin Fin, para la Cábala.

He examinado la diferencia entre la lógica aristotélica y la paradójica con el propósito de preparar el terreno para una im¬portante distinción en el concepto del amor a Dios. Los maestros de la lógica paradójica afirman que el hombre puede perci¬bir la realidad sólo en contradicciones, y que su pensamiento es incapaz de captar la realidad-unidad esencial, lo Uno mismo. Ello trajo como consecuencia que no se aspira como finalidad última a descubrir la respuesta en el pensamiento. Este sólo nos dice que no puede darnos la última respuesta. El mundo del pensamiento permanece envuelto en la paradoja. La única forma como puede captarse el mundo en su esencia reside, no en el pensamiento, sino en el acto, en la experiencia de unidad.

La lógica paradójica llega así a la conclusión de que el amor a Dios no es el conocimiento de Dios mediante el pensamiento, ni el pensamiento del propio amor a Dios, sino el acto de experimentar la unidad con Dios.

Por lo tanto, lo más importante es la forma correcta de vi¬vir. Toda la vida, cada acción, banal o importante, se dedica al conocimiento de Dios, pero no a un conocimiento por medio del pensamiento correcto, sino de la acción correcta. Las reli¬giones orientales constituyen una clara ilustración de ese con¬cepto. Tanto en el brahmanismo como en el budismo y el taoísmo, la finalidad fundamental de la religión no es la creen¬cia correcta, sino la acción correcta. Lo mismo ocurre en la re¬ligión judía. Prácticamente no se registra en la tradición judía ningún cisma por cuestiones de creencia (la única gran excep¬ción, la diferencia entre fariseos y saduceos, se produjo esen¬cialmente entre dos clases sociales opuestas). La religión judía asignaba especial importancia (particularmente desde el co¬mienzo de la era cristiana) a la forma correcta de vivir, el Hala¬cha (palabra que, en realidad, tiene casi el mismo sentido que el Tao).

En la historia moderna, el mismo principio se expresa en el pensamiento de Spinoza, Marx y Freud. En la filosofía de Spi¬noza, el acento se traslada de la creencia correcta a la conducta correcta en la vida. Marx sostuvo idéntico principio cuando dijo: «Los filósofos han interpretado el mundo de dis¬tintas maneras; la tarea es transformarlo.» La lógica para¬dójica de Freud lo llevó al proceso de la terapia psicoanalítica, la experiencia cada vez más profunda de uno mismo.

Desde el punto de vista de la lógica paradójica, lo funda¬mental no es el pensamiento, sino el acto. Tal actitud tiene di¬versas otras consecuencias. En primer término, llevó a la tole rancia que encontramos en el desarrollo religioso indio y chino. Si el pensamiento correcto no constituye la última ver¬dad ni la forma de lograr la salvación, no hay razones que jus¬tifiquen el oponerse a los que han arribado a formulaciones distintas. Esa tolerancia está bellamente expresada en la histo¬ria de varios hombres a quienes se pidió que describieran un elefante en la oscuridad. Uno de ellos, tocándole la trompa, dijo: «este animal es como una cañería»; otro, tocándole la oreja, dijo: «este animal es como un abanico»; un tercero, to¬cándole las patas, lo describió como una columna.

En segundo lugar, el punto de vista paradójico llevó a dar más importancia al hombre en transformación que al desarro¬llo del dogma, por una parte, y de la ciencia, por la otra. Desde el punto de vista chino, indio y místico, la tarea religiosa del hombre no consiste en pensar bien, sino en obrar bien, y en lle¬gar a ser uno con lo Uno en el acto de la meditación concen¬trada.

En lo que toca a la corriente principal del pensamiento oc¬cidental, cabe afirmar lo contrario. Puesto que se esperaba en¬contrar la verdad fundamental en el pensamiento correcto, otorgábase especial importancia al pensar, aunque también se valoraba la acción correcta. En la evolución religiosa tal acti¬tud condujo a la formación de dogmas, a interminables argu¬mentos acerca de los principios dogmáticos, y a la intolerancia frente al «no creyente» o hereje. Más aún, llevó a considerar la «fe en Dios» como la principal finalidad de la actitud religiosa. Naturalmente, eso no significa que no existiese también el con¬cepto de que se debía vivir correctamente. Pero, no obstante, la persona que creía en Dios -aunque no viviera a Dios- sentíase superior a los que vivían a Dios, pero no «creían» en él.

El énfasis puesto en el pensamiento posee asimismo otra consecuencia de importancia histórica. La idea de que se podía encontrar la verdad por medio del pensamiento llevó no sólo al dogma, sino también a la ciencia. En la ciencia el pensamiento correcto es todo lo que cuenta, tanto en el sentido de la hones¬tidad intelectual como en el de su aplicación a la práctica -esto es, a la técnica-.
En resumen, la lógica paradójica llevó a la tolerancia y a un esfuerzo hacia la autotransformación. La consideración aristotélica condujo al dogma y a la ciencia, a la Iglesia Ca¬tólica, y al descubrimiento de la energía atómica.

Hemos explicado ya implícitamente las consecuencias de tal diferencia entre ambos puntos de vista en lo que se refiere al problema del amor a Dios, y sólo es necesario resumirlas bre¬vemente.

En el sistema religioso occidental predominante, el amor a Dios es esencialmente lo mismo que la fe en Dios, en su exis¬tencia, en su justicia, en su amor. El amor a Dios es fundamentalmente una experiencia mental. En las religiones orientales y en el misticismo, el amor a Dios es una intensa experiencia afectiva de unidad, inseparablemente ligada a la expresión de ese amor en cada acto de la vida. La formulación más radical de esa meta pertenece a Meister Eckhart: «Si, por lo tanto, me transformo en Dios y El me hace uno Consigo mismo, enton¬ces, por el Dios viviente, no hay distinción alguna entre noso¬tros... Alguna gente cree que va a ver a Dios, que va a ver a Dios como si él estuviera allí, y ellos aquí, pero eso no ha de ocurrir. Dios y yo somos uno. Al conocer a Dios, lo tomo en mí mismo. Al amar a Dios, lo penetro» (Meister Eckhart, op. cit., págs. 181-2.). Podemos volver ahora a un importante paralelo entre el amor a los padres y el amor a Dios. Al comienzo, el niño está ligado a la madre como «fuente de toda existencia». Se siente desvalido y necesita el amor omnímodo de la madre. Luego se vuelca hacia el padre como nuevo centro de sus afectos, siendo el padre un principio rector del pensamiento y la acción; en esa etapa, lo impulsa la necesidad de conquistar el elogio del padre, y de evitar su disconformidad. En la etapa de la plena madu¬rez, se ha liberado de las personas de la madre y del padre como poderes protector e imperativo; ha establecido en sí mismo los principios materno y paterno. Se ha convertido en su propio padre y madre; es padre y madre. En la historia de la raza humana observamos -y podemos anticipar- idéntico de¬sarrollo desde el comienzo del amor a Dios como la desampa¬rada relación con una Diosa madre, a través de la obediencia a un Dios paternal, hasta una etapa madura en la que Dios deja de ser un poder exterior, en la que el hombre ha incorporado en sí mismo los principios de amor y justicia, en la que se ha hecho uno con Dios y, eventualmente, a un punto en que sólo habla de Dios en un sentido poético y simbólico.

De tales consideraciones se deduce que el amor a Dios no puede separarse del amor a los padres. Si una persona no emerge de la relación incestuosa con la madre, el clan, la nación, si mantiene su dependencia infantil de un padre que cas¬tiga y recompensa, o de cualquier otra autoridad, no puede de¬sarrollar un amor maduro a Dios; su religión es, entonces, la que corresponde a la primera fase religiosa, en la que se experi¬mentaba a Dios como a una madre protectora o un padre que castiga y recompensa.

En la religión contemporánea encontramos todas las fases, desde la más antigua y primitiva hasta la más elevada. La pala¬bra «Dios» denota el jefe de tribu tanto como la «Nada absoluta». En igual forma, cada individuo conserva en sí mismo, en su inconsciente, como lo ha demostrado Freud, todas las eta¬pas desde la del infante desvalido en adelante. La cuestión es hasta qué punto ha crecido. Una cosa es segura: la naturaleza de su amor a Dios corresponde a la naturaleza de su amor al hombre, y, además, la verdadera cualidad de su amor a Dios y al hombre es con frecuencia inconsciente -encubierta y racio¬nalizada por una idea más madura de lo que su amor es-. El amor al hombre, además, si bien directamente arraigado en sus relaciones con su familia, está determinado, en última instan¬cia, por la estructura de la sociedad en que vive. Si la estruc¬tura social es de sumisión a la autoridad -autoridad manifiesta o autoridad anónima de la opinión pública y del mercado-, su concepto de Dios será infantil y estará muy alejado del con¬cepto maduro, cuyas semillas se encuentran en la historia de la religión monoteísta.

III. EL AMOR Y SU DESINTEGRACIÓN EN LA SOCIEDAD OCCIDENTAL CONTEMPORÁNEA

Si el amor es una capacidad del carácter maduro, productivo, de ello se sigue que la capacidad de amar de un individuo per¬teneciente a cualquier cultura dada depende de la influencia que esa cultura ejerce sobre el carácter de la persona media. Al hablar del amor en la cultura occidental contemporánea, en¬tendemos preguntar si la estructura social de la civilización oc¬cidental y el espíritu que de ella resulta llevan al desarrollo del amor. Plantear tal interrogante es contestarlo negativamente. Ningún observador objetivo de nuestra vida occidental puede dudar de que el amor -fraterno, materno y erótico- es un fe¬nómeno relativamente raro, y que en su lugar hay cierto número de formas de pseudoamor, que son, en realidad, otras tantas formas de la desintegración del amor.

La sociedad capitalista se basa en el principio de libertad política, por un lado, y del mercado como regulador de todas las relaciones económicas, y por lo tanto, sociales, por el otro. El mercado de productos determina las condiciones que rigen el intercambio de mercancías, y el mercado del trabajo regula la adquisición y venta de la mano de obra. Tanto las cosas úti¬les como la energía y la habilidad humanas se transforman en artículos que se intercambian sin utilizar la fuerza y sin fraude en las condiciones del mercado. Los zapatos, por útiles y nece¬sarios que sean, carecen de valor económico (valor de inter¬cambio) si no hay demanda de ellos en el mercado; la energía y la habilidad humanas no tienen valor de intercambio si no existe demanda en las condiciones existentes en el mercado. El poseedor de capital puede comprar mano de obra y hacerla trabajar para la provechosa inversión de su capital. El posee¬dor de mano de obra debe venderla a los capitalistas según las condiciones existentes en el mercado, o pasará hambre. Tal es¬tructura económica se refleja en una jerarquía de valores. El capital domina al trabajo; las cosas acumuladas, lo que está muerto, tiene más valor que el trabajo, los poderes humanos, lo que está vivo.

Tal ha sido la estructura básica del capitalismo desde sus comienzos. Y si bien caracteriza todavía al capitalismo mo¬derno, se han modificado ciertos factores que dan al capitalismo contemporáneo sus cualidades específicas y ejercen una honda influencia sobre la estructura caracterológica del hom¬bre moderno. Como resultado del desarrollo del capitalismo, presenciamos un proceso siempre creciente de centralización y concentración del capital. Las grandes empresas se expanden continuamente, mientras las pequeñas se asfixian. La posesión del capital invertido en tales empresas está cada vez más separada de la función de administrarlas. Cientos de miles de accionistas «poseen» la empresa; una burocracia administra¬tiva bien pagada, pero que no posee la empresa, la maneja. Esa burocracia está menos interesada en obtener beneficios máxi¬mos que en la expansión de la empresa, y en su propio poder. La concentración creciente de capital y el surgimiento de una poderosa burocracia administrativa corren parejas con el desa¬rrollo del movimiento laboral. A través de la sindicalización del trabajo, el trabajador individual no tiene que comerciar por y para sí mismo en el mercado laboral; pertenece a grandes sin¬dicatos, dirigidos también por una poderosa burocracia que lo representa ante los colosos industriales. La iniciativa ha pa¬sado, para bien o para mal, del individuo a la burocracia, tanto en lo que respecta al capital como al trabajo. Un número cada vez mayor de individuos deja de ser independiente y comienza a depender de quienes dirigen los grandes imperios económi¬cos.
Otro rasgo decisivo que resulta de esa concentración del capital, y característico del capitalismo moderno, es la forma específica de la organización del trabajo. Empresas sumamente centralizadas con una división radical del trabajo conducen a una organización donde el trabajador pierde su individualidad, en la que se convierte en un engranaje no indispensable de la máquina. El problema humano del capitalismo moderno puede formularse de la siguiente manera:

El capitalismo moderno necesita hombres que cooperen mansamente y en gran número; que quieran consumir cada vez más; y cuyos gustos estén estandarizados y puedan modificarse y anticiparse fácilmente. Necesita hombres que se sien¬tan libres e independientes, no sometidos a ninguna autoridad, principio o conciencia moral -dispuestos, empero, a que los manejen, a hacer lo que se espera de ellos, a encajar sin dificul¬tades en la maquinaria social-; a los que se pueda guiar sin re¬currir a la fuerza, conducir, sin líderes, impulsar sin finalidad alguna -excepto la de cumplir, apresurarse, funcionar, seguir adelante-.

¿Cuál es el resultado? El hombre moderno está enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza. (Cf. un estudio más detallado del apartamiento y de la influencia de la so¬ciedad moderna sobre el carácter del hombre en mi libro The Sane Society, Nueva York, Rinehart and Company, 1955.) Se ha trans¬formado en un articulo, experimenta sus fuerzas vitales como una inversión que debe producirle el máximo de beneficios po¬sible en las condiciones imperantes en el mercado. Las relacio¬nes humanas son esencialmente las de autómatas enajenados, en las que cada uno basa su seguridad en mantenerse cerca del rebaño y en no diferir en el pensamiento, el sentimiento o la ac¬ción. Al mismo tiempo que todos tratan de estar tan cerca de los demás como sea posible, todos permanecen tremendamente solos, invadidos por el profundo sentimiento de inseguridad, de angustia y de culpa que surge siempre que es imposible superar la separatidad humana. Nuestra civilización ofrece muchos pa¬liativos que ayudan a la gente a ignorar conscientemente esa soledad: en primer término, la estricta rutina del trabajo buro¬cratizado y mecánico, que ayuda a la gente a no tomar con¬ciencia de sus deseos humanos más fundamentales, del anhelo de trascendencia y unidad. En la medida en que la rutina sola no basta para lograr ese fin, el hombre se sobrepone a su de¬sesperación inconsciente por medio de la rutina de la diversión, la consumición pasiva de sonidos y visiones que ofrece la in¬dustria del entretenimiento; y, además, por medio de la satis¬facción de comprar siempre cosas nuevas y cambiarlas inme¬diatamente por otras. El hombre moderno está actualmente muy cerca de la imagen que Huxley describe en Un mundo feliz: bien alimentado, bien vestido, sexualmente satisfecho, y no obstante sin yo, sin contacto alguno, salvo el más superfi¬cial, con sus semejantes, guiado por los lemas que Huxley for¬mula tan sucintamente, tales como: «Cuando el individuo siente, la comunidad tambalea»; o «Nunca dejes para mañana la diversión que puedes conseguir hoy», o, como afirmación fi¬nal: «Todo el mundo es feliz hoy en día.» La felicidad del hom¬bre moderno consiste en «divertirse». Divertirse significa la sa¬tisfacción de consumir y asimilar artículos, espectáculos, co¬mida, bebidas, cigarrillos, gente, conferencias, libros, películas; todo se consume, se traga. El mundo es un enorme objeto de nuestro apetito, una gran manzana, una gran botella, un enorme pecho; todos succionamos, los eternamente expectan¬tes, los esperanzados -y los eternamente desilusionados-. Nuestro carácter está equipado para intercambiar y recibir, para traficar y consumir; todo, tanto los objetos materiales, como los espirituales, se convierten en objeto de intercambio y de consumo.
La situación en lo que atañe al amor corresponde, inevita¬blemente, al carácter social del hombre moderno. Los autómatas no pueden amar, pueden intercambiar su «bagaje de perso¬nalidad» y confiar en que la transacción sea equitativa. Una de las expresiones más significativas del amor, y en especial del matrimonio con esa estructura enajenada, es la idea del «equipo». En innumerables artículos sobre el matrimonio feliz, el ideal descrito es el de un equipo que funciona sin dificulta¬des. Tal descripción no difiere demasiado de la idea de un em¬pleado que trabaja sin inconvenientes; debe ser «razonable¬mente independiente», cooperativo, tolerante, y al mismo tiempo ambicioso y agresivo. Así, el consejero matrimonial nos dice que el marido debe «comprender» a su mujer y ayu¬darla. Debe comentar favorablemente su nuevo vestido, y un plato sabroso. Ella, a su vez, debe mostrarse comprensiva cuando él llega a su hogar fatigado y de mal humor, debe escu¬char atentamente sus comentarios sobre sus problemas en el trabajo, no debe mostrarse enojada sino comprensiva cuando él olvida su cumpleaños. Ese tipo de relaciones no significa otra cosa que una relación bien aceitada entre dos personas que siguen siendo extrañas toda su vida, que nunca logran una «relación central», sino que se tratan con cortesía y se esfuer¬zan por hacer que el otro se sienta mejor.

En ese concepto del amor y el matrimonio, lo más impor¬tante es encontrar un refugio de la sensación de soledad que, de otro modo, sería intolerable. En el «amor» se encuentra, al
fin, un remedio para la soledad. Se establece una alianza de dos contra el mundo, y se confunde ese egoísmo á deux con amor e intimidad.

La importancia que se otorga al espíritu de equipo, la tole¬rancia mutua, etc., es algo relativamente reciente. Lo precedió, en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, un concepto del amor en el que la mutua satisfacción sexual supo¬níase la base de las relaciones amorosas satisfactorias, y, espe¬cialmente, de un matrimonio feliz. Creíase que las causas de los frecuentes fracasos matrimoniales obedecían a que la pa¬reja no había logrado una adecuada «adaptación sexual», lo
cual se atribuía, a su vez, a la ignorancia respecto de la con¬ducta sexual «correcta», y, por ende, a una teoría sexual defec¬tuosa de una o las dos partes. Con el fin de «curar» esa inadap¬tación y de ayudar a parejas desgraciadas que no podían amarse mutuamente, se publicaron muchos libros que daban instrucciones y consejos referentes a la conducta sexual apro¬piada, y prometían implícita o explícitamente la felicidad y el amor como resultados. Se partía del principio de que el amor es el hijo del placer sexual, y que dos personas se amarán si aprenden a satisfacerse recíprocamente en el aspecto sexual. Correspondía a la ilusión general de la época suponer que el uso de las técnicas adecuadas es la solución no sólo de los pro¬blemas técnicos de la producción industrial, sino también de todos los problemas humanos. Se desconocía totalmente el he¬cho de que la verdad es precisamente lo contrario.

El amor no es el resultado de la satisfacción sexual ade¬cuada; por el contrario, la felicidad sexual -y aun el conoci¬miento de la llamada técnica sexual- es el resultado del amor. Si aparte de la observación diaria fueran necesarias más prue¬bas en apoyo de esa tesis, podrían encontrarse en el vasto ma¬terial de los datos psicoanalíticos. El estudio de los problemas sexuales más frecuentes -frigidez en las mujeres y las formas más o menos serias de impotencia psíquica en los hombres-, demuestra que la causa no radica en una falta de conocimiento de la técnica adecuada, sino en las inhibiciones que impiden amar. El temor o el odio al otro sexo están en la raíz de las difi¬cultades que impiden a una persona entregarse por completo, actuar espontáneamente, confiar en el compañero sexual, en lo inmediato y directo de la unión sexual. Si una persona sexual¬mente inhibida puede dejar de temer u odiar, y tornarse enton¬ces capaz de amar, sus problemas sexuales están resueltos. Si no, ningún conocimiento sobre técnicas sexuales le servirá de ayuda.
Pero si bien los datos de la terapia psicoanalitica señalan la falacia de la idea de que el conocimiento de la técnica sexual¬ apropiada conduce a la felicidad sexual y al amor, la suposi¬ción subyacente de que el amor es el concomitante de la mutua satisfacción sexual está determinada en alto grado por las teo¬rías de Freud. Para Freud, el amor es básicamente un fe¬nómeno sexual. «El hombre, al descubrir por experiencia que el amor sexual (genital) le proporcionaba su gratificación máxima, de modo que se convirtió en realidad de un prototipo de toda felicidad para él, debió, en consecuencia, haberse visto impelido a buscar su felicidad por el camino de las relaciones sexuales, a hacer de su erotismo genital el punto central de su vida.» (S. Freud, Civilization and Its Discontents (versión inglesa de J. Riviére), Londres, The Hogarth Press, 1953, pág. 68. ) Para Freud, la experiencia del amor fraterno es un pro¬ducto del amor sexual, pero en el cual el instinto sexual se transforma en un impulso con «finalidad inhibida». «Original¬mente, el amor con una finalidad inhibida estaba sin duda lleno de amor sensual, y lo sigue estando aún en el inconsciente del hombre.» (Ibídem, pág. 69.) En lo que atañe al sentimiento de fusión, de unidad («sentimiento oceánico»), que constituye la esencia de la expe¬riencia mística y la raíz de la más intensa sensación de unión con otra persona o con nuestros semejantes, Freud lo inter¬preta como un fenómeno patológico, como una regresión a un estado de temprano «narcisismo ilimitado».( Ibídem, pág. 21.)
Freud está sólo a un paso de afirmar que el amor es en sí mismo un fenómeno irracional. Para él no existe diferencia en¬tre el amor irracional y el amor como una expresión de la per¬sonalidad madura. En un trabajo sobre el amor transferencial (Freud, Gesamte Werke, Londres, 1940-52, Vol. X.), señaló que éste no difiere esencialmente del fenómeno «normal» del amor. Enamorarse linda siempre con lo anormal, siempre se acompaña de ceguera a la realidad, compulsividad, y consti¬tuye una transferencia de los objetos amorosos de la infancia. El amor como fenómeno racional, como máximo logro de la madurez, no es, para Freud, materia de investigación, puesto que no tiene existencia real.
Sin embargo, sería un error sobrestimar la influencia de las ideas de Freud sobre el concepto de que el amor es el resultado de la atracción sexual, o de que es lo mismo que la satisfacción sexual, reflejada en el sentimiento consciente. Esencialmente, el nexo causal siguió la dirección opuesta. Las ideas de Freud su¬frieron en parte la influencia del espíritu del siglo diecinueve, en parte se hicieron populares a través de las tendencias predomi¬nantes en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. Algunos de los factores que influyeron tanto sobre el concepto popular como sobre el freudiano, fueron, en primer término, una reacción contra las estrictas normas de la era victoriana. El segundo factor determinante de las teorías de Freud reside en el concepto de hombre prevaleciente, concepto que se basa en la estructura del capitalismo. A fin de demostrar que el capi¬talismo corresponde a las necesidades naturales del hombre, había que probar que el hombre era por naturaleza competi¬tivo y hostil a los demás. Mientras los economistas «demostra¬ban» esto en función del insaciable deseo de beneficios eco¬nómicos, y los darwinistas en función de la ley biológica de la supervivencia del más apto, Freud llegó a idéntico resultado partiendo de la suposición de que el hombre está movido por un insaciable deseo de conquista sexual de todas las mujeres, y que sólo la presión de la sociedad le impide obrar de acuerdo con sus deseos. Como resultado, los hombres son necesaria¬mente celosos los unos de los otros, y los celos y la competen¬cia recíprocos subsistirían aunque todas sus causas sociales y económicas desaparecieran. ( El único discípulo de Freud que nunca se separó de su maestro y que, no obstante, en los últimos años de su vida modificó sus puntos de vista sobre el amor, fue Sándor Ferenczi. Un excelente estudio sobre este tema, se encon¬trará en The Leaven of Love, de Izette de Forest, Nueva York, Harper and Brothers, 1954.)
Eventualmente, el pensamiento freudiano acusó una mar¬cada influencia del tipo de materialismo predominante en el si¬glo diecinueve. Creíase que el sustrato de todos los fenómenos mentales se encontraba en los fenómenos fisiológicos; por con¬siguiente, Freud consideró el amor, el odio, la ambición, los ce¬los, como otros tantos productos de las diversas formas del instinto sexual. No vio que la realidad básica está en la totali¬dad de la existencia humana; en primer término, en la situación humana común a todos los hombres, en segundo lugar, en la práctica de vida determinada por la estructura específica de la sociedad. (Marx dio un paso decisivo más allá de ese tipo de materialismo, en su propio «materialismo histórico», según el cual ni el cuerpo, ni un instinto tal como la necesidad de ali¬mento o posesiones, constituye la clave de la comprensión del hombre, sino la totalidad del proceso vital del hombre, su «práctica de la vida».) Según Freud, la satisfacción plena y de¬sinhibida de todos los deseos instintivos aseguraría la salud mental y la felicidad. Pero hechos clínicos obvios muestran que los hombres -y las mujeres- que dedican su vida a la satisfac¬ción sexual sin restricciones no son felices, y que a menudo su¬fren graves síntomas y conflictos neuróticos. La gratificación completa de todas las necesidades instintivas no sólo no consti¬tuye la base de la felicidad, sino que ni siquiera garantiza la sa¬lud mental. Las tesis freudianas pudieron llegar a popularizarse tan sólo en el período que siguió a la Primera Guerra Mundial, a causa de los cambios ocurridos en el espíritu del capitalismo, del énfasis en ahorrar al énfasis en gastar, de la autofrustración como medio de lograr el éxito económico al consumo como base de un mercado en constante expansión y como principal satisfacción para el individuo angustiado, automatizado. Tanto en la esfera de lo sexual cuanto en la del consumo material, la tendencia fundamental era no postergar la satisfacción de nin¬gún deseo.
Es interesante comparar los conceptos de Freud, que co¬rresponden al espíritu del capitalismo tal como existía aún in¬tacto, en los comienzos de este siglo, con los conceptos teóri¬cos de uno de los más brillantes psicoanalistas contempo¬ráneos, ya fallecido, H. S. Sullivan. En el sistema psicoanalítico de Sullivan encontramos, en contraste con el de Freud, una es¬tricta división entre sexualidad y amor.
¿Qué significado tienen el amor y la intimidad en el con¬cepto de Sullivan? «Intimidad es un tipo de situación que com¬prende a dos personas y que permite la validación de todos los componentes de la excelencia personal. Tal validación requiere un tipo de relación que llamo colaboración, entendiendo por ella adaptaciones formuladas de la propia conducta a necesida¬des manifiestas de la otra persona, en persecución de satisfac¬ciones cada vez más idénticas -esto es, satisfacciones cada vez más mutuas, y para el mantenimiento de operaciones de seguridad más y más similares» (H. S. Sullivan, The Interpersonal Theory of Psychiatry, Nueva York, W. W. Norton Co., 1953, pág. 246. Debe notarse que, aunque Sullivan da esta definición en relación a los impulsos de la preadolescencia, habla de ellos como tendencias integrativas, que aparecen durante la preadolescencia, «que cuando están completamente desarrolladas, denominamos amor», y dice que ese amor de la preadolescencia «representa el comienzo de algo muy similar al amor pleno, psiquiátricamente definido».). Si liberamos ese pasaje de su lenguaje algo complicado, la esencia del amor se ve en una si¬tuación de colaboración, en la que dos personas sienten: «Se¬guimos las reglas del juego para conservar nuestro prestigio y sentimiento de superioridad y mérito.»( Ibídem, pág. 246. Otra definición del amor según Sullivan: el amor co¬mienza cuando una persona siente que las necesidades de otra persona son tan importantes como las propias, está menos coloreada por el aspecto mer¬cantil que la formulación anterior.)

Así como el concepto freudiano del amor es una descrip¬ción de la experiencia del varón patriarcal en términos del capi¬talismo del siglo diecinueve, así la descripción de Sullivan se refiere a la experiencia de la personalidad enajenada y mercantil del siglo veinte. Es la descripción de un «egotismo á deux», de dos personas que aman sus intereses comunes y se unen frente a un mundo hostil y enajenado. En realidad, su definición de la intimidad es en principio válida para el sentimiento de cual¬quier equipo cooperativo, en el que todos «adaptan su con¬ducta a las necesidades manifiestas de la otra persona, en per¬secución de finalidades comunes» (es notable que Sullivan ha¬ble aquí de necesidades manifiestas, cuando lo menos que puede decirse del amor es que implica una reacción a las nece¬sidades inexpresadas entre dos seres).
El amor como satisfacción sexual recíproca, y el amor como «trabajo en equipo» y como un refugio de la soledad, constituyen las dos formas «normales» de la desintegración del amor en la sociedad occidental contemporánea, de la patología del amor socialmente determinado. Hay muchas formas indivi¬dualizadas de la patología del amor, que ocasionan sufrimien¬tos conscientes y que tanto los psiquiatras como muchos legos consideran neuróticas. Algunas de las más frecuentes se descri¬ben brevemente en los siguientes ejemplos:
La condición básica del amor neurótico radica en el hecho de que uno o los dos «amantes» han permanecido ligados a la figura de un progenitor y transfieren los sentimientos, expecta¬ciones y temores que una vez tuvieron frente al padre o la ma¬dre, a la persona amada en la vida adulta; tales personas no han superado el patrón de relación infantil, y aspiran a repe¬tirlo en sus exigencias afectivas en la vida adulta. En tales ca¬sos, la persona sigue siendo, desde el punto de vista afectivo, una criatura de dos, cinco o doce años, mientras que, intelec¬tual y socialmente, está al nivel de su edad cronológica. En los casos más graves, esa inmadurez emocional conduce a pertur¬baciones en su afectividad social; en los más leves, el conflicto se limita a la esfera de las relaciones personales íntimas.
Con respecto a nuestro previo análisis de la personalidad centrada en la madre o en el padre, el siguiente ejemplo de ese tipo de relación neurótica amorosa frecuente hoy en día, se refiere a los hombres que, en su desarrollo emocional, han per¬manecido fijados a una relación infantil con la madre. Trátase de hombres que, por así decir, nunca fueron destetados; siguen sintiendo como niños; quieren la protección, el amor, el calor, el cuidado y la admiración de la madre; quieren el amor incon¬dicional de la madre, un amor que se da por la única razón de que ellos lo necesitan, porque son sus hijos, porque están des¬validos. Tales individuos suelen ser muy afectuosos y encanta¬dores cuando tratan de lograr que una mujer los ame, y aun después de haberlo logrado. Pero su relación con la mujer (como, en realidad, con toda la gente) es superficial e irrespon¬sable. Su finalidad es ser amados, no amar. Suele haber mucha vanidad en ese tipo de hombre e ideas grandiosas más o menos soslayadas. Si han encontrado a la mujer adecuada, se sienten seguros, en la cima del mundo, y pueden desplegar gran canti¬dad de afecto y encanto, por lo cual suelen ser engañosos. Pero cuando, después de un tiempo, la mujer deja de responder a sus fantásticas aspiraciones, comienzan a aparecer conflictos y resentimientos. Si la mujer no los admira continuamente, si re¬clama una vida propia, si quiere sentirse amada y protegida, y en los casos extremos, si no está dispuesta a tolerar sus asun¬tos amorosos con otras mujeres (o aun a admirar su interés por ellas), el hombre se siente hondamente herido y desilusio¬nado, y habitualmente racionaliza ese sentimiento con la idea de que la mujer «no lo ama, es egoísta o dominadora». Todo lo que no corresponda a la actitud de la madre amante hacia un hijo encantador, se toma como prueba de falta de amor. Esos hombres suelen confundir su conducta afectuosa, su deseo de complacer, con genuino amor, y llegan así a la conclusión de que se los trata injustamente; imaginan ser grandes amantes y se quejan amargamente de la ingratitud de su compañera.
En casos excepcionales, una persona fijada a la madre puede vivir sin perturbaciones serias. Si su madre, en realidad, lo «amó» de una manera sobreprotectora (siendo quizá dominante, pero no destructiva), si él encuentra una esposa del mismo tipo maternal, si sus dones y talentos especiales le per¬miten utilizar su encanto y ser admirado (como ocurre con la mayoría de los políticos de éxito), estará «bien adaptado» en el sentido social, aunque sin alcanzar nunca un nivel de madurez. Pero en condiciones menos favorables, que son, desde luego, las más frecuentes, su vida amorosa, si no su vida social, es una profunda desilusión; surgen conflictos, y a menudo angus¬tia y depresión intensas cuando este tipo de personalidad se queda solo.

En otra forma aún más grave de la patología, la fijación a la madre es más profunda e irracional. En ese nivel, el deseo no consiste, hablando simbólicamente, en volver a los brazos protectores de la madre, a su pecho nutritivo, sino a sus entrañas que todo lo reciben -y todo lo destruyen-. Si la naturaleza de la salud mental consiste en salir de las entrañas al mundo, la naturaleza de la enfermedad mental aguda es la atracción ha¬cia las entrañas, a introducirse nuevamente en ellas -y eso equivale a ser arrebatado de la vida-. Tal tipo de fijación se produce frecuentemente en la relación con madres que tienen con los hijos una actitud absorbente y destructiva. A veces, en nombre del amor, otras, en nombre del deber, quieren mante¬ner al niño, al adolescente, al hombre, dentro de ellas; éste no tendría que respirar sino a través de la madre; no debería amar, sino en un nivel sexual superficial -degradando a todas las otras mujeres-; no debe ser libre e independiente, sino un eterno inválido o un criminal.

Esa actitud de la madre, absorbente y destructiva, consti¬tuye el aspecto negativo de la figura materna. La madre puede dar vida, también puede tomarla. Es ella quien revive, y ella quien destruye; puede hacer milagros de amor -y nadie puede herir tanto como ella-. En las imágenes religiosas (tales como la diosa hindú Kali) y en el simbolismo onírico, suelen encon¬trarse los dos aspectos opuestos de la madre.

Los casos en que la relación principal se establece con el padre ofrecen otra forma de patología neurótica.

Un caso ilustrativo es el de un hombre cuya madre es fría e indiferente, mientras que el padre (en parte como consecuencia de la frialdad de la madre) concentra todo su afecto e interés en el hijo. Es un «buen padre», pero, al mismo tiempo, autoritario. Cuando está complacido con la conducta de su hijo, lo elogia, le hace regalos, es afectuoso; cuando el hijo le da un disgusto, se aleja de él o lo reprende. El hijo, que sólo cuenta con el afecto del padre, se comporta frente a éste como un esclavo. Su finalidad principal en la vida es complacerlo, y cuando lo logra, es feliz, seguro y satisfecho. Pero cuando comete un error, fracasa o no logra complacer al padre, se siente dismi¬nuido, rechazado, abandonado. En los años posteriores, ese hombre tratará de encontrar una figura paterna con la que pueda mantener una relación similar. Toda su vida se convierte en una serie de altos y bajos, según que haya logrado o no ga¬nar el elogio del padre. Tales individuos suelen tener mucho éxito en su carrera social. Son escrupulosos, afanosos, dignos de confianza -siempre y cuando la imagen paternal que han elegido sepa manejarlos-. Pero en su relación con las mujeres, permanecen apartados y distantes. La mujer no posee una im¬portancia central para ellos; suelen sentir un leve desprecio por ella, generalmente oculto por una preocupación paternal por las jovencitas. Su cualidad masculina puede impresionar ini¬cialmente a una mujer, pero ésta pronto se desilusiona, cuando descubre que está destinada a desempeñar un papel secundario al afecto fundamental por la figura paterna que predomina en la vida de su esposo en un momento dado; las cosas ocurren así, a menos que ella misma esté aún ligada a su padre y se sienta por lo tanto feliz junto a un hombre que la trata como a una niña caprichosa.

Más complicada es la clase de perturbación neurótica que aparece en el amor basado en una situación paterna de distinto tipo, que se produce cuando los padres no se aman, pero son demasiado reprimidos como para tener peleas o manifestar sig¬nos exteriores de insatisfacción. Al mismo tiempo, su aleja¬miento les quita espontaneidad en la relación con los hijos. Lo que una niña experimenta es una atmósfera de «corrección», pero nunca le permite un contacto íntimo con el padre o la madre y por consiguiente la desconcierta y atemoriza. Nunca está segura de lo que sus padres sienten o piensan; siempre hay un elemento desconocido, misterioso, en la atmósfera. Como re¬sultado, la niña se retrae en un mundo propio, tiene ensoñacio¬nes, permanece alejada; y su actitud será la misma en las rela¬ciones amorosas posteriores.

Además, la retracción da lugar al desarrollo de una angus¬tia intensa, de un sentimiento de no estar firmemente arraigada en el mundo, y suele llevar a tendencias masoquistas como la única forma de experimentar una excitación intensa. Tales mu¬jeres prefieren por lo general que el esposo les haga una escena y les grite, a que mantenga una conducta más normal y sen¬sata, porque al menos eso las libera de la carga de tensión y miedo; incluso llegan a veces a provocar esa conducta, con el fin de terminar con el atormentador suspenso de la neutralidad afectiva.

En los párrafos siguientes se describen otras formas fre¬cuentes de amor irracional, sin entrar a analizar los factores es¬pecíficos del desarrollo infantil que las originan.

Una forma de pseudoamor, que no es rara y suele experi¬mentarse (y más frecuentemente describirse en las películas y las novelas) como el «gran amor», es el amor idolátrico. Si una persona no ha alcanzado el nivel correspondiente a una sensa¬ción de identidad, de yoidad, arraigada en el desenvolvimiento productivo de sus propios poderes, tiende a «idolizar» a la per¬sona amada. Está enajenada de sus propios poderes y los proyecta en la persona amada, a quien adora como al sum¬mum bonum, portadora de todo amor, toda luz y toda dicha. En ese proceso, se priva de toda sensación de fuerza, se pierde a sí misma en la persona amada, en lugar de encontrarse. Puesto que usualmente ninguna persona puede, a la larga, res¬ponder a las expectaciones de su adorador, inevitablemente se produce una desilusión, y para remediarla se busca un nuevo ídolo, a veces en una sucesión interminable. Lo característico de este tipo de amor es, al comienzo, lo intenso y precipitado de la experiencia amorosa. El amor idolátrico suele describirse como el verdadero y grande amor; pero, si bien se pretende que personifique la intensidad y la profundidad del amor, sólo demuestra el vacío y la desesperación del idólatra. Es innecesa¬rio decir que no es raro que dos personas se idolatren mutua¬mente, lo cual, en los casos extremos, representa el cuadro de una folie á deux.

Otra forma de pseudoamor es lo que cabe llamar amor sentimental. Su esencia consiste en que el amor sólo se experi¬menta en la fantasía y no en el aquí y ahora de la relación con otra persona real. La forma más común de tal tipo de amor es la que se encuentra en la gratificación amorosa substitutiva que experimenta el consumidor de películas, novelas románti¬cas y canciones de amor. Todos los deseos insatisfechos de amor, unión e intimidad hallan satisfacción en el consumo de tales productos. Un hombre y una mujer que, en su relación como esposos, son incapaces de atravesar el muro de separati¬dad, se conmueven hasta las lágrimas cuando comparten el amor feliz o desgraciado de una pareja en la pantalla. Para muchos matrimonios, ésa constituye la única ocasión en la que experimentan amor -no el uno por el otro, sino juntos, como espectadores del «amor» de otros seres-. En tanto el amor sea una fantasía, pueden participar; en cuanto desciende a la realidad de la relación entre dos seres reales, se congelan.
Otro aspecto del amor sentimental es la «abstractificación» del amor en términos de tiempo. Una pareja puede sentirse hondamente conmovida por los recuerdos de su pasado amoroso, aunque no haya experimentado amor alguno cuando ese pasado era presente, o por las fantasías de su amor futuro. ¿Cuántas parejas comprometidas o recién casadas sueñan con una dicha amorosa que se hará realidad en el futuro, pese a que en el momento en que viven han comenzado ya a aburrirse mutuamente? Esa tendencia coincide con una característica actitud general del hombre moderno. Ese vive en el pasado o en el futuro, pero no en el presente. Recuerda sentimentalmente su infancia y a su madre -o hace planes de felicidad fu¬tura-. Sea que el amor se experimente substitutivamente, par¬ticipando en las experiencias ficticias de los demás, o que se traslade del presente al pasado o al futuro, tal forma abstracta y enajenada del amor sirve como opio que alivia el dolor de la realidad, la soledad y la separación del individuo.

Otra forma de amor neurótico consiste en el uso de meca¬nismos proyectivos a fin de evadirse de los problemas propios y concentrarse, en cambio, en los defectos y flaquezas de la per¬sona «amada». Los individuos se comportan en ese sentido de manera muy similar a los grupos, naciones o religiones. Son muy sutiles para captar hasta los menores defectos de la otra persona y viven felices ignorando los propios, siempre ocupa¬dos tratando de acusar o reformar a la otra persona. Si dos personas lo hacen -como suele ocurrir-, la relación amorosa se convierte en una proyección recíproca. Si soy dominador o indeciso, o ávido, acuso de ello a mi pareja y, según mi carác¬ter, trato de corregirla o de castigarla. La otra persona hace lo mismo y ambas consiguen así dejar de lado sus propios proble¬mas y, por lo tanto, no dan los pasos necesarios para el pro¬greso de su propia evolución.

Otra forma de proyección es la de los propios problemas en los niños. En primer término, tal proyección aparece con cierta frecuencia en el deseo de tener hijos. En tales casos, ese deseo está principalmente determinado por la proyección del propio problema de la existencia en el de los hijos. Cuando una persona siente que no ha podido dar sentido a su propia vida, trata de dárselo en función de la vida de sus hijos. Pero está destinada a fracasar consigo misma y para los hijos. Lo pri¬mero, porque cada uno puede sólo resolver por sí mismo y no por poder el problema de la existencia; lo segundo, porque ca¬rece de las cualidades que se necesitan para guiar a los hijos en su propia búsqueda de una respuesta. Los hijos también sirven finalidades proyectivas cuando surge el problema de disolver un matrimonio desgraciado. El argumento común de los pa¬dres en tal situación es que no pueden separarse para no privar a los hijos de las ventajas de un hogar unido. Cualquier estudio detallado demostraría, empero, que la atmósfera de tensión e infelicidad dentro de la «familia unida» es más nociva para los niños que una ruptura franca, que les enseña, por lo menos, que el hombre es capaz de poner fin a una situación intolerable por medio de una decisión valiente.

Debemos mencionar aquí otro error muy frecuente: la ilu¬sión de que el amor significa necesariamente la ausencia de conflicto. Así como la gente cree que el dolor y la tristeza deben evitarse en todas las circunstancias, supone también que el amor significa la ausencia de todo conflicto. Y encuentran bue¬nos argumentos en favor de esa idea en el hecho de que las dis¬putas que observan a diario no son otra cosa que intercambios destructivos que no producen bien alguno a ninguno de los in¬teresados. Pero el motivo de ello está en el hecho de que los «conflictos» de la mayoría de la gente constituyen, en realidad, intentos de evitar los verdaderos conflictos reales. Son desa¬cuerdos sobre asuntos secundarios o superficiales que, por su misma índole, no contribuyen a aclarar ni a solucionar nada. Los conflictos reales entre dos personas, los que no sirven para ocultar o proyectar, sino que se experimentan en un nivel pro¬fundo de la realidad interior a la que pertenecen, no son des¬tructivos. Contribuyen a aclarar, producen una catarsis de la que ambas personas emergen con más conocimiento y mayor fuerza. Y eso nos lleva a destacar algo que ya dijimos antes.

El amor sólo es posible cuando dos personas se comunican entre sí desde el centro de sus existencias, por lo tanto, cuando cada una de ellas se experimenta a sí misma desde el centro de su existencia. Sólo en esa «experiencia central» está la realidad humana, sólo allí hay vida, sólo allí está la base del amor. Ex¬perimentado en esa forma, el amor es un desafío constante; no un lugar de reposo, sino un moverse, crecer, trabajar juntos; que haya armonía o conflicto, alegría o tristeza, es secundario con respecto al hecho fundamental de que dos seres se experimentan desde la esencia de su existencia, de que son el uno con el otro al ser uno consigo mismo y no al huir de sí mismos. Sólo hay una prueba de la presencia de amor: la hondura de la relación y la vitalidad y la fuerza de cada una de las personas implicadas; es por tales frutos por los que se reconoce al amor.
Así como los autómatas no pueden amarse entre sí tam¬poco pueden amar a Dios. La desintegración del amor a Dios ha alcanzado las mismas proporciones que la desintegración del amor al hombre. Ese hecho hállase en evidente contradic¬ción con la idea de que estamos en presencia de un renaci¬miento religioso en nuestra época. Nada podría estar más lejos de la verdad. Lo que presenciamos (si bien hay excepciones) es una regresión a un concepto idolátrico de Dios, y una transfor¬mación del amor a Dios en una relación correspondiente a una estructura caracterológica enajenada. Es fácil comprobar tal regresión. La gente está angustiada, carece de principios o fe, no la mueve otra finalidad que la de seguir adelante; por lo tanto, siguen siendo criaturas, confiando en que el padre o la madre acuda a ayudarlos cuando lo necesiten.
Es verdad que en diversas culturas religiosas, como la de la Edad Media, el hombre corriente también consideraba a Dios un padre y una madre protectores. Pero al mismo tiempo también tomaba a Dios en serio, en el sentido de que la meta fun¬damental de su vida era vivir según los principios de Dios, ha¬cer de la «salvación» su preocupación suprema, a la cual su¬bordinaba todas las demás actividades. Nada queda de ese es¬fuerzo hoy en día. La vida diaria está estrictamente separada de cualquier valor religioso. Se dedica a obtener comodidades materiales y éxito en el mercado de la personalidad. Los princi¬pios en que se basan nuestros esfuerzos seculares son los de in¬diferencia y egoísmo (el segundo rotulado generalmente «indi¬vidualismo» o «iniciativa individual»). El hombre de culturas verdaderamente religiosas puede compararse a un niño de ocho años, que necesita la ayuda de su padre, pero que co¬mienza a adoptar en su vida sus enseñanzas y principios. El hombre contemporáneo es más bien como un niño de tres años, que llora llamando a su padre cuando lo necesita, o bien, se muestra completamente autosuficiente cuando puede jugar.

En ese sentido, en la dependencia infantil de una imagen antropomórfica de Dios sin la transformación de la vida de acuerdo con los principios de Dios, estamos más cerca de una tribu idólatra primitiva que de la cultura religiosa de la Edad Media. En otro sentido, nuestra situación religiosa muestra rasgos nuevos, característicos únicamente de la sociedad occi¬dental capitalista contemporánea. Puedo remitirme a afirma¬ciones hechas antes. El hombre moderno se ha transformado en un artículo; experimenta su energía vital como una inver¬sión de la que debe obtener el máximo beneficio, teniendo en cuenta su posición y la situación del mercado de la personali¬dad. Está enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la na¬turaleza. Su finalidad principal es el intercambio ventajoso de sus aptitudes, su conocimiento y de sí mismo, de su «bagaje de personalidad» con otros individuos igualmente ansiosos de lo¬grar un intercambio conveniente y equitativo. La vida carece de finalidad, salvo la de seguir adelante, de principios, excepto el del intercambio equitativo, de satisfacción, excepto la de consumir.

¿Qué puede significar el concepto de Dios en tales circuns¬tancias? Ha perdido su significado religioso original y se ha adaptado a la cultura enajenada del éxito. En el renacimiento religioso de los últimos tiempos, la creencia en Dios se ha con¬vertido en un recurso psicológico cuya finalidad es el hacer al individuo más apto para la pugna competitiva.

La religión se alía con la autosugestión y la psicoterapia para ayudar al hombre en sus actividades comerciales. Des¬pués de la Primera Guerra Mundial aún no se había recurrido a Dios con el propósito de «mejorar la propia personalidad». El libro que más se vendió en 1938, Cómo ganar amigos e influir sobre la gente, de Dale Carnegie, se mantuvo en un nivel es¬trictamente secular. La función que cumplió entonces dicho libro de Dale Carnegie, es la que hoy realiza el best-seller actual, El poder del pensamiento positivo, del Reverendo N. V. Peale. En este libro religioso ni siquiera se cuestiona que nuestra preocupación predominante por el éxito esté de acuerdo con el espíritu de la religión monoteísta. Por el contrario, jamás se pone en duda tal finalidad suprema, sino que se recomiendan la creencia en Dios y las plegarias como un medio de aumentar la propia habilidad para alcanzar el éxito. Así como los psiquia¬tras modernos recomiendan la felicidad del empleado, para ga¬nar la simpatía de los compradores, del mismo modo algunos sacerdotes aconsejan amar a Dios para tener más éxito. «Haz de Dios tu socio» significa hacer de Dios un socio en los nego¬cios, antes que hacerse uno con El en el amor, la justicia y la verdad. De modo similar a cómo se ha reemplazado el amor fraternal por la equidad impersonal, se ha transformado a Dios en un remoto Director General del Universo y Cía.; sabemos que está allí, que dirige la función (aunque ésta probablemente seguiría adelante sin él), nunca lo vemos, pero aceptamos su di¬rección mientras «desempeñamos nuestro papel».


IV. LA PRÁCTICA DEL AMOR

Habiendo examinado ya el aspecto teórico del arte de amar, nos enfrentamos ahora con un problema mucho más difícil, el de la práctica del arte de amar. ¿Puede aprenderse algo acerca de la práctica de un arte, excepto practicándolo?

La dificultad del problema se ve aumentada por el hecho de que la mayoría de la gente de hoy en día, y, por lo tanto, muchos de los lectores de este libro, esperan recibir recetas del tipo «cómo debe usted hacerlo», y eso significa, en nuestro caso, que se les enseñe a amar. Mucho me temo que quien co¬mience este último capítulo con tales esperanzas resultará su¬mamente decepcionado. Amar es una experiencia personal que sólo podemos tener por y para nosotros mismos; en realidad, prácticamente no existe nadie que no haya tenido esa experien¬cia, por lo menos en una forma rudimentaria, cuando niño, adolescente o adulto. Lo que un examen de la práctica del amor puede hacer es considerar las premisas del arte de amar, los enfoques, por así decirlo, de la cuestión, y la práctica de esas premisas y esos enfoques. Los pasos hacia la meta sólo puede darlos uno mismo, y el examen concluye antes de que se dé el paso decisivo. Sin embargo, creo que el examen de los en¬foques puede resultar útil para el dominio del arte -por lo me¬nos para quienes han dejado de esperar «recetas»-.

La práctica de cualquier arte tiene ciertos requisitos gene¬rales, independientes por completo de que el arte en cuestión sea la carpintería, la medicina o el arte de amar. En primer lugar, la práctica de un arte requiere disciplina. Nunca haré nada bien si no lo hago de una manera disciplinada; cualquier cosa que haga sólo porque estoy en el «estado de ánimo apropiado», puede constituir un «hobby» agradable o entretenido, mas nunca llegaré a ser un maestro en ese arte. Pero el problema no consiste únicamente en la disciplina relativa a la práctica de un arte particular (digamos practicar todos los días durante cierto número de horas), sino en la disciplina en toda la vida. Podía pensarse que para el hombre moderno nada es más fácil de aprender que la disciplina. ¿Acaso no pasa ocho horas diarias de manera sumamente disciplinada en un trabajo donde im¬pera una estricta rutina? Lo cierto, en cambio, es que el hom¬bre moderno es excesivamente indisciplinado fuera de la esfera del trabajo. Cuando no trabaja, quiere estar ocioso, haraga¬near, o, para usar una palabra más agradable, «relajarse». Ese deseo de ociosidad constituye, en gran parte, una reacción con¬tra la rutinización de la vida. Precisamente porque el hombre está obligado durante ocho horas diarias a gastar su energía con fines ajenos, en formas que no le son propias, sino prescri¬tas por el ritmo del trabajo, se rebela, y su rebeldía toma la forma de una complacencia infantil para consigo mismo. Ade¬más, en la batalla contra el autoritarismo, ha llegado a descon¬fiar de toda disciplina, tanto de la impuesta por la autoridad irracional como de la disciplina racional autoimpuesta. Sin esa disciplina, empero, la vida se torna caótica y carece de concen¬tración.

El que la concentración es condición indispensable para el dominio de un arte no necesita demostración. Harto bien lo sabe todo aquel que alguna vez haya intentado aprender un arte. No obstante, en nuestra cultura, la concentración es aún más rara que la autodisciplina. Por el contrario, nuestra cul¬tura lleva a una forma de vida difusa y desconcentrada, que casi no registra paralelos. Se hacen muchas cosas a la vez: se lee, se escucha la radio, se habla, se fuma, se come, se bebe. Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo: películas, bebidas, conocimiento. Esa falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos. Quedarse sentado, sin hablar, fumar, leer o beber, es imposible para la mayoría de la gente. Se ponen nerviosos e inquietos y deben hacer algo con la boca o con las manos. (Fumar es uno de los síntomas de la falta de concentración: ocupa la mano, la boca, los ojos y la nariz.)

Un tercer factor es la paciencia. Repetimos que quien haya tratado alguna vez de dominar un arte sabe que la paciencia es necesaria para lograr cualquier cosa. Si aspiramos a obtener resultados rápidos, nunca aprendemos un arte. Para el hombre moderno, sin embargo, es tan difícil practicar la paciencia como la disciplina y la concentración. Todo nuestro sistema in¬dustrial alienta precisamente lo contrario: la rapidez. Todas nuestras máquinas están diseñadas para lograr rapidez: el co¬che y el aeroplano nos llevan rápidamente a destino -y cuanto más rápido mejor-. La máquina que puede producir la misma cantidad en la mitad del tiempo es muy superior a la más anti¬gua y lenta. Naturalmente, hay para ello importantes razones económicas. Pero, al igual que en tantos otros aspectos, los va¬lores humanos están determinados por los valores económicos. Lo que es bueno para las máquinas debe serlo para el hombre -así dice la lógica-. El hombre moderno piensa que pierde algo -tiempo- cuando no actúa con rapidez; sin embargo, no sabe qué hacer con el tiempo que gana -salvo matarlo¬

Eventualmente, otra condición para aprender cualquier arte es una preocupación suprema por el dominio del arte. Si el arte no es algo de suprema importancia, el aprendiz jamás lo dominará. Seguirá siendo, en el mejor de los casos, un buen aficionado, pero nunca un maestro. Esta condición es tan nece¬saria para el arte de amar como para cualquier otro. Parece, sin embargo, que la proporción de aficionados en el arte de amar es notablemente mayor que en las otras artes.

Un último punto debe señalarse con respecto a las condiciones generales para aprender un arte. No se empieza por aprender el arte directamente, sino en forma indirecta, por así decirlo. Debe aprenderse un gran número de otras cosas que suelen no tener aparentemente ninguna relación con él, antes de comenzar con el arte mismo. Un aprendiz de carpintería co¬mienza aprendiendo a cepillar la madera; un aprendiz del arte de tocar el piano comienza por practicar escalas; un aprendiz del arte Zen de la ballestería empieza haciendo ejercicios respi¬ratorios (Para un cuadro de la concentración, la disciplina, la paciencia y la preo¬cupación necesarias para el aprendizaje de un arte, recomiendo al lector Zen the Art of Archery, de E. Herrigel, Nueva York, Pantheon Books, Inc., 1953.). Si se aspira a ser un maestro en cualquier arte, toda la vida debe estar dedicada a él o, por lo menos, relacionada con él. La propia persona se convierte en instrumento en la práctica del arte, y debe mantenerse en buenas condiciones, se¬gún las funciones específicas que deba realizar. En lo que res¬pecta al arte de amar, ello significa que quien aspire a conver¬tirse en un maestro debe comenzar por practicar la disciplina, la concentración y la paciencia a través de todas las fases de su vida.

¿Cómo se practica la disciplina? Nuestros abuelos estarían en mejores condiciones para contestar esa pregunta. Recomen¬daban levantarse temprano, no entregarse a lujos innecesarios y trabajar mucho. Este tipo de disciplina tenía evidentes defec¬tos. Era rígida y autoritaria, centrada alrededor de las virtudes de la frugalidad y el ahorro, y, de muchos modos, hostil a la vida. Pero, en la reacción a tal tipo de disciplina, hubo una cre¬ciente tendencia a sospechar de cualquier disciplina, y a hacer de la indisciplina y la perezosa complacencia en el resto de la propia existencia la contraparte que equilibraba la forma ruti¬nizada de vida impuesta durante ocho horas de trabajo. Levan¬tarse a una hora regular, dedicar un tiempo regular durante el día a actividades tales como meditar, leer, escuchar música, caminar; no permitirnos, por lo menos dentro de ciertos lími¬tes, actividades escapistas, como novelas policiales y películas, no comer ni beber demasiado, son normas evidentes y rudi¬mentarias. Sin embargo, es esencial que la disciplina no se practique como una regla impuesta desde afuera, sino que se convierta en una expresión de la propia voluntad; que se sienta como algo agradable, y que uno se acostumbre lentamente a un tipo de conducta que puede llegar a extrañar si deja de practicarla. Uno de los aspectos lamentables de nuestro con¬cepto occidental de la disciplina (como de toda virtud) es que se supone que su práctica debe ser algo penosa y sólo si es pe¬nosa es «buena». El Oriente ha reconocido hace mucho que lo que es bueno para el hombre -para su cuerpo y para su alma-¬
también debe ser agradable, aunque al comienzo haya que su¬perar algunas resistencias.

La concentración es, con mucho, más difícil de practicar en nuestra cultura, en la que todo parece estar en contra de la capacidad de concentrarse. El paso más importante para llegar a concentrarse es aprender a estar solo con uno mismo sin leer, escuchar la radio, fumar o beber. Sin duda, ser capaz de con¬centrarse significa poder estar solo con uno mismo -y esa ha¬bilidad es precisamente una condición para la capacidad de amar-. Si estoy ligado a otra persona porque no puedo pa¬rarme sobre mis propios pies, ella puede ser algo así como un salvavidas, pero no hay amor en tal relación. Paradójicamente, la capacidad de estar solo es la condición indispensable para la capacidad de amar. Quien trate de estar solo consigo mismo descubrirá cuán difícil es. Comenzará a sentirse molesto, in¬quieto, e incluso considerablemente angustiado. Se inclinará a racionalizar su deseo de no seguir adelante con esa práctica, pensando que no tiene ningún valor, que es tonta, que lleva de¬masiado tiempo, y así en adelante. Observará asimismo que llegan a su mente toda clase de pensamientos que lo dominan. Se encontrará pensando acerca de sus planes para el resto del día, o sobre alguna dificultad en el trabajo que debe realizar, o sobre lo que hará esa noche, o sobre cualquier cosa que le ocupe la mente, antes que permitir que ésta se vacíe. Sería útil practicar unos pocos ejercicios simples, como, por ejemplo, sentarse en una posición relajada (ni totalmente flojo ni rígido), cerrar los ojos y tratar de ver una pantalla blanca frente a los ojos, tratando de alejar todas las imágenes y los pensamientos que interfieran; luego intentar seguir la propia respiración; no pensar en ella, ni forzarla, sino seguirla -y, al hacerlo, perci¬birla-; tratar además de lograr una sensación de «yo»; yo = «mí mismo», como centro de mis poderes, como creador de mi mundo. Habría que realizar tal ejercicio de concentración por lo menos todas las mañanas durante veinte minutos (y, si es posible, más tiempo) y todas las noches antes de acostarse2.( Si bien existe abundante cantidad de teoría y práctica sobre ese tema en las culturas orientales, especialmente en la India, también se han hecho en los últimos años intentos similares en Occidente. El más importante, en mi opi¬nión, es la escuela de Gindler, cuyo fin es la percepción del propio cuerpo. Para la comprensión del método de Gindler, véase el trabajo de Charlotte Selver, en sus cursos y conferencias en la New School de Nueva York.)

Además de esos ejercicios, hay que aprender a concen¬trarse en todo lo que uno hace, sea escuchar música, leer un li¬bro, hablar con una persona, contemplar un paisaje. En ese momento, la actividad debe ser lo único que cuenta, aquello a lo que uno se entrega por completo. Si uno está concentrado, poco importa qué está haciendo; las cosas importantes, tanto como las insignificantes, toman una nueva dimensión de la rea¬lidad, porque están llenas de la propia atención. Aprender a concentrarse requiere evitar, en la medida de lo posible, las conversaciones triviales, esto es, la conversación que no es ge¬nuina. Si dos personas hablan acerca del crecimiento de un ár¬bol que ambas conocen, del gusto del pan que acaban de co¬mer juntas, o de una experiencia común en el trabajo, tal con¬versación puede ser pertinente, siempre y cuando experimenten lo que hablan y no se refieran a ese tema de una manera abs¬tracta; por otro lado, una conversación puede referirse a cues¬tiones religiosas o políticas y ser, no obstante, trivial; ello ocu¬rre cuando las dos personas hablan en clisés, cuando no sien¬ten lo que dicen. Debo agregar aquí que, así como importa evi¬tar la conversación trivial, importa también evitar las malas compañías. Por malas compañías no entiendo sólo la gente vi¬ciosa y destructiva, cuya órbita es venenosa y deprimente. Me refiero también a la compañía de zombies, de seres cuya alma está muerta, aunque su cuerpo siga vivo; a individuos cuyos pensamientos y conversación son triviales; que parlotean en lu¬gar de hablar, y que afirman opiniones que son clisés en lugar de pensar. Pero no siempre es posible evitar tales compañías, ni tampoco es necesario. Si uno no reacciona en la forma espe¬rada -es decir, con clisés y trivialidades- sino directa y huma¬namente, descubrirá con frecuencia que esa gente modifica su conducta, muchas veces con la ayuda de la sorpresa producida por el choque de lo inesperado.
Concentrarse en la relación con otros significa fundamen¬talmente poder escuchar. La mayoría de la gente oye a los de¬más, y aun da consejos, sin escuchar realmente. No toman en serio las palabras de la otra persona, y tampoco les importan demasiado sus propias respuestas. Resultado de ello: la con¬versación los cansa. Encuéntranse bajo la ilusión de que se sentirían aún más cansados si escucharan con concentración. Pero lo cierto es lo contrario. Cualquier actividad, realizada en forma concentrada, tiene un efecto estimulante (aunque luego aparezca un cansancio natural y benéfico); cualquier actividad no concentrada, en cambio, causa somnolencia, y al mismo tiempo hace difícil conciliar el sueño al final del día.
Estar concentrado significa vivir plenamente en el presente, en el aquí y el ahora, y no pensar en la tarea siguiente mientras estoy realizando otra. Es innecesario decir que la concentración debe ser sobre todo practicada por personas que se aman mutuamente. Deben aprender a estar el uno cerca del otro, sin escapar de las múltiples formas acostumbradas. El comienzo de la práctica de la concentración es difícil; se tiene la impre¬sión de que jamás se logrará la finalidad buscada. Ello implica, evidentemente, la necesidad de tener paciencia. Si uno no sabe que todo tiene su momento, y quiere forzar las cosas, entonces es indudable que nunca logrará concentrarse -tampoco en el arte de amar-. Para tener una idea de lo que es la paciencia, basta con observar a un niño que aprende a caminar. Se cae, vuelve a caer, una y otra vez, y sin embargo sigue ensayando, mejorando, hasta que un día camina sin caerse. ¡Qué no podría lograr la persona adulta si tuviera la paciencia del niño y su concentración en los fines que son importantes para él!

Es imposible aprender a concentrarse sin hacerse sensible a uno mismo. ¿Qué significa eso? ¿Que hay que pensar conti¬nuamente en uno mismo, «analizarse», o qué? Si habláramos de ser sensible a una máquina, no habría dificultad para expli¬car lo que eso significa. Cualquiera que, por ejemplo, maneja un auto, es sensible a él. Advierte hasta un pequeño ruido inu¬sual, o un insignificante cambio de la aceleración del motor. De la misma forma, el conductor es sensible a las irregularida¬des en la superficie del camino, a los movimientos de los co¬ches que van detrás y delante de él. Sin embargo, no piensa en todos esos factores; su mente se encuentra en estado de sereni¬dad vigilante, abierta a todos los cambios relacionados con la situación en la que está concentrado: manejar el coche sin peli¬gro.

Si consideramos la situación de ser sensible a otro ser hu¬mano, encontramos el ejemplo más obvio en la sensibilidad y correspondencia de una madre para con su hijo. Ella nota ciertos cambios corporales, exigencias y angustias, antes de que el niño los manifieste abiertamente. Se despierta porque su hijo llora, si bien otro sonido más fuerte no hubiera interrumpido su sueño. Todo eso significa que es sensible a las manifestaciones de la vida del niño; no está ansiosa ni preocupada, sino en un estado de equilibrio alerta, receptivo de cualquier comunica¬ción significativa proveniente del niño. Similarmente, cabe ser sensible con respecto a uno mismo. Tener conciencia, por ejemplo, de una sensación de cansancio o depresión, y en lugar de entregarse a ella y aumentarla por medio de pensamientos deprimentes que siempre están a mano, preguntarse «¿qué ocu¬rre?» «¿Por qué estoy deprimido?» Lo mismo sucede al obser¬var que uno está irritado o enojado, o con tendencia a los en¬sueños u otras actividades escapistas. En cada uno de esos ca¬sos, lo que importa es tener conciencia de ellos y no racionali¬zarlos en las mil formas en que es factible hacerlo; además es¬tar atentos a nuestra voz interior, que nos dice -por lo general inmediatamente- por qué estamos angustiados, deprimidos, irritados.

La persona media es sensible a sus procesos corporales; advierte los cambios y los más insignificantes dolores; ese tipo de sensibilidad corporal es relativamente fácil de experimentar, porque la mayoría de las personas tienen una imagen de lo que es sentirse bien. Una sensibilidad semejante para con los proce¬sos mentales es más difícil, porque muchísima gente no ha co¬nocido nunca a alguien que funcione óptimamente. Toman el funcionamiento psíquico de sus padres y parientes, o del grupo social en el que han nacido, como norma, y, mientras no difie¬ren de ésta, se sienten normales y no tienen interés en observar nada. Hay mucha gente, por ejemplo, que jamás ha conocido a una persona amante, o a una persona con integridad, valor o concentración. Es notorio que, para ser sensible con respecto a uno mismo, hay que tener una imagen del funcionamiento hu¬mano completo y sano. Pero, ¿cómo es posible adquirir expe¬riencia si no se la ha tenido en la propia infancia o en la vida adulta? Por cierto que no existe ninguna respuesta sencilla a tal pregunta; pero ésta señala un factor muy crítico de nuestro sistema educativo.

Si bien impartimos conocimiento, estamos descuidando la enseñanza más importante para el desarrollo humano: la que sólo puede impartirse por la simple presencia de una persona madura y amante. En épocas anteriores de nuestra cultura, o en la China y la India, el hombre más valorado era el que po¬seía cualidades espirituales sobresalientes. Ni siquiera el maestro era única, o primariamente, una fuente de información, sino que su función consistía en transmitir ciertas actitudes huma¬nas. En la sociedad capitalista contemporánea -así como en el comunismo ruso- los hombres propuestos para la admiración y la emulación son cualquier cosa menos arquetipos de cuali¬dades espirituales significativas. Los que el público admira esencialmente son los que dan al hombre corriente una sensa¬ción de satisfacción substitutiva. Estrellas cinematográficas, animadores radiales, periodistas, importantes figuras del co¬mercio o el gobierno, tales son los modelos de emulación. A menudo su principal calificación para esa función es que han logrado aparecer en letras de molde. Sin embargo, la situación no parece totalmente irremediable. Si se contempla el hecho de que un hombre como Albert Schweitzer se haya hecho famoso en los Estados Unidos, si se tienen en cuenta las múltiples posi¬bilidades de familiarizar a nuestra juventud con personalidades históricas y contemporáneas que demuestran lo que los seres humanos pueden lograr como tales, y no como anfitriones (en el sentido más amplio de la palabra), si se piensa en las grandes obras de la literatura y el arte de todas las épocas, parece que existe la posibilidad de crear una visión de un buen funciona¬miento humano, y por lo tanto una sensibilidad al mal funcio¬namiento. Si no lográramos mantener viva una visión de la vida madura, entonces indudablemente nos veríamos frente a la probabilidad de que nuestra tradición cultural se derrum¬be. Esa tradición no se basa fundamentalmente en la trans¬misión de cierto tipo de conocimiento, sino en la de ciertas clases de rasgos humanos. Si la generación siguiente deja de ver esos rasgos, se derrumbará una cultura de cinco mil años, aunque su conocimiento se transmita y se siga desarro¬llando.

Hasta aquí me he referido a las condiciones para la prác¬tica de cualquier arte. Examinaré ahora las cualidades de parti¬cular importancia para la capacidad de amar. De acuerdo con lo dicho sobre la naturaleza del amor, la condición fundamen¬tal para el logro del amor es la superación del propio narci¬sismo. En la orientación narcisista se experimenta como real sólo lo que existe en nuestro interior, mientras que los fenóme¬nos del mundo exterior carecen de realidad de por sí y se expe¬rimentan sólo desde el punto de vista de su utilidad o peligro para uno mismo. El polo opuesto del narcisismo es la objetivi¬dad; es la capacidad de ver a la gente y las cosas tal como son, objetivamente, y poder separar esa imagen objetiva de la ima¬gen formada por los propios deseos y temores. En todas las formas de psicosis hay una incapacidad extrema para ser obje¬tivo. Para el insano, la única realidad que existe es la que está dentro de él, la de sus temores y deseos. Ve el mundo exterior como símbolos de su mundo interior, como su creación. Y to¬dos procedemos de idéntica manera cuando soñamos. En el sueño producimos hechos, ponemos dramas en escena, que constituyen la expresión de nuestros anhelos y temores (aun¬que algunas veces también de nuestras intuiciones y juicios), y, mientras dormimos, estamos convencidos de que el producto de nuestros sueños es tan real como la realidad que percibimos en el estado de vigilia.

El insano o el soñador carecen completamente de una vi¬sión objetiva del mundo exterior; pero todos nosotros somos más o menos insanos, o estamos más o menos dormidos; todos nosotros tenemos una visión no objetiva del mundo, que está deformada por nuestra orientación narcisista. ¿Es necesario dar ejemplos? Cualquiera puede encontrarlos fácilmente obser¬vándose a sí mismo, a sus vecinos y leyendo los diarios; varían únicamente en el grado de deformación narcisista de la reali¬dad. Una mujer, por ejemplo, llama al médico, diciendo que quiere visitarlo en su consultorio esa tarde. El médico responde que no tiene tiempo ese día, pero que puede atenderla al día si¬guiente. La respuesta de la mujer es: «Pero, doctor, vivo sólo a cinco minutos de su consultorio.» No puede entender la expli¬cación del médico de que a él no le ahorra tiempo que la dis¬tancia sea tan corta. Ella experimenta la situación narcisísticamente: puesto que ella ahorra tiempo, él ahorra tiempo; para ella, la única realidad es ella misma.

Menos extremas -tal vez menos evidentes- son las defor¬maciones tan comunes en las relaciones interpersonales. ¿Cuántos padres experimentan las reacciones del hijo en función de la obediencia, de que los complazca, les haga hacer un buen papel, y así siguiendo, en lugar de percibir o interesarse por lo que el niño siente para y por sí mismo? ¿Cuántos espo¬sos ven a sus mujeres como dominadoras porque su propia re¬lación con sus madres les hace interpretar cualquier demanda como una limitación de su libertad? ¿Cuántas esposas piensan que sus maridos son ineficaces o estúpidos porque no respon¬den a la fantasía del espléndido caballero que construyeron en su infancia?

En lo que a las naciones extranjeras atañe, la falta de obje¬tividad es más que notoria. De un día para el otro, una nación pasa a ser considerada totalmente depravada y perversa, al tiempo que la propia nación representa todo lo que es bueno y noble. Toda acción del enemigo se juzga según una norma, y toda acción propia según otra. Hasta las buenas obras. realiza¬das por el enemigo se consideran signos de una perversidad particular con las que se propone engañar a nuestro país y al mundo, en tanto que nuestras malas acciones son necesarias y encuentran justificación en las nobles finalidades que sirven. Es indudable que si examinamos la relación entre las naciones, tanto como entre los individuos, llegamos a la conclusión de que la objetividad es la excepción, y lo corriente una deforma¬ción narcisista en mayor o menor grado.

La facultad de pensar objetivamente es la razón; la actitud emocional que corresponde a la razón es la humildad. Ser obje¬tivo, utilizar la propia razón, sólo es posible si se ha alcanzado una actitud de humildad, si se ha emergido de los sueños de omnisciencia y omnipotencia de la infancia.

En los términos de este análisis de la práctica del arte de amar, ello significa: puesto que el amor depende de la ausencia relativa del narcisismo, requiere el desarrollo de humildad, ob¬jetividad y razón. Toda la vida debe estar dedicada a esa finali¬dad. La humildad y la objetividad son indivisibles, tal como lo es el amor. No puedo ser verdaderamente objetivo con res¬pecto a mi familia si no puedo serlo con un extraño, y vicever¬sa. Si quiero aprender el arte de amar, debo esforzarme por ser objetivo en todas las situaciones y hacerme sensible a la situa¬ción frente a la que no soy objetivo. Debo tratar de ver la dife¬rencia entre mi imagen de una persona y de su conducta, tal como resulta de la deformación narcisista, y la realidad de esa persona tal como existe independientemente de mis intereses, necesidades y temores. La adquisición de la capacidad de ser objetivo y de la razón, representa la mitad del camino hacia el dominio del arte de amar, pero debe abarcar a todos los que están en contacto conmigo. Si alguien quisiera reservar su ob¬jetividad para la persona amada, y cree que no necesita de ella en su relación con el resto del mundo, pronto descubrirá que fracasa en ambos sentidos.

La capacidad de amar depende de la propia capacidad para superar el narcisismo y la fijación incestuosa a la madre y al clan; depende de nuestra capacidad de crecer, de desarrollar una orientación productiva en nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos. Tal proceso de emergencia, de naci¬miento, de despertar, necesita de una cualidad como condición necesaria: fe. La práctica del arte de amar requiere la práctica de la fe.

¿Qué es la fe? ¿Es la fe necesariamente una cuestión de creencia en Dios, o en doctrinas religiosas? ¿Está inevitable¬mente en contraste u oposición con la razón y el pensamiento racional? Aun para empezar a comprender el problema de la fe es necesario diferenciar la fe racional de la irracional. Al ha¬blar de fe irracional me refiero a la creencia (en una persona o una idea) que se basa en la sumisión a una autoridad irracio¬nal. Por el contrario, la fe racional es una convicción arraigada en la propia experiencia mental o afectiva. La fe racional no es primariamente una creencia en algo, sino la cualidad de cer¬teza y firmeza que poseen nuestras convicciones. La fe es un rasgo caracterológico que penetra toda la personalidad, y no una creencia específica.

La fe racional arraiga en la actividad productiva intelectual y emocional. Constituye un importante componente del pensar racional, en el que se supone que la fe no tiene lugar. ¿Cómo llega un científico, por ejemplo, a un nuevo descubrimiento? ¿Comienza haciendo experimento tras experimento, reuniendo los hechos uno después del otro, sin una visión de lo que espera encontrar? Es excepcional que, un descubrimiento realmente importante se haya hecho de esa manera en cualquier terreno. Ni tampoco ocurre que la gente arribe a conclusiones significa¬tivas cuando se limita a perseguir una fantasía. El proceso del pensamiento creador en cualquier campo del esfuerzo humano suele comenzar con lo que podríamos llamar una «visión racio¬nal», que constituye a su vez el resultado de considerables estu¬dios previos, pensamiento reflexivo y observación. Cuando un científico logra reunir suficientes datos, o elaborar una fórmula matemática que hace altamente plausible su visión original, puede decirse que ha llegado a una hipótesis de ensayo. Un cuidadoso análisis de la hipótesis, con el fin de discernir sus consecuencias, y la recopilación de datos que la apoyan, llevan a una hipótesis más adecuada y, quizás, eventualmente, a su inclusión en una teoría de amplio alcance.

La historia de la ciencia está llena de ejemplos de fe en la razón y en las visiones de la verdad. Copérnico, Kepler, Gali¬leo y Newton estaban imbuidos de una inconmovible fe en la razón. Por ella Bruno murió quemado en la hoguera y Spinoza sufrió la excomunión. A cada paso, desde la concepción de una visión racional hasta la formulación de una teoría, es nece¬saria la fe; fe en la visión de una finalidad racionalmente válida que alcanzar, fe en la hipótesis como una proposición probable y plausible, y fe en la teoría final, al menos hasta que se llegue a un consenso general acerca de su validez. Esa fe está arrai¬gada en la propia experiencia, en la confianza en el propio po¬der de pensamiento, observación y juicio. Al tiempo que la fe irracional es la aceptación de algo como verdadero sólo porque así lo afirma una autoridad o la mayoría, la fe racional tiene sus raíces en una convicción independiente basada en el propio pensamiento y observación productivos, a pesar de la opinión de la mayoría.

El pensamiento y el juicio no constituyen el único dominio de la experiencia en el que se manifiesta la fe racional. En la es¬fera de las relaciones humanas, la fe es una cualidad indispen¬sable de cualquier amistad o amor significativos. «Tener fe» en otra persona significa estar seguro de la confianza e inmutabili¬dad de sus actitudes fundamentales, de la esencia de su perso¬nalidad, de su amor. No me refiero aquí a que una persona no pueda modificar sus opiniones, sino a que sus motivaciones básicas son siempre las mismas; que, por ejemplo, su respeto por la vida y la dignidad humanas sea parte de ella, no algo tornadizo.
En igual sentido, tenemos fe en nosotros mismos. Tenemos conciencia de la existencia de un yo, de un núcleo de nuestra personalidad que es inmutable y que persiste a través de nuestra vida, no obstante las circunstancias cambiantes y con inde¬pendencia de ciertas modificaciones de nuestros sentimientos y opiniones. Ese núcleo constituye la realidad que sustenta a la palabra «yo», la realidad en la que se basa nuestra convicción de nuestra propia identidad. A menos que tengamos fe en la persistencia de nuestro yo, nuestro sentimiento de identidad se verá amenazado y nos haremos dependientes de otra gente, cuya aprobación se convierte entonces en la base de nuestro sentimiento de identidad. Sólo la persona que tiene fe en sí misma puede ser fiel a los demás, pues sólo ella puede estar se¬gura de que será en el futuro igual a lo que es hoy y, por lo tanto, de que sentirá y actuará como ahora espera hacerlo. La fe en uno mismo es una condición de nuestra capacidad de prometer, y puesto que, como dice Nietzsche, el hombre puede definirse por su capacidad de prometer, la fe es una de las con¬diciones de la existencia humana. Lo que importa en relación con el amor es la fe en el propio amor; en su capacidad de pro¬ducir amor en los demás, y en su confianza.

Otro aspecto de la fe en otra persona refiérese a la fe que tenemos en las potencialidades de los otros. La forma más ru¬dimentaria en que se manifiesta es la fe que tiene la madre en su hijo recién nacido: en que vivirá, crecerá, caminará y ha¬blará. Sin embargo, el desarrollo del niño en ese sentido se pro¬duce con tal regularidad que parecería que no es necesaria la fe para estar seguro de él. Algo distinto ocurre con las potenciali¬dades que pueden no desarrollarse: las de amar, ser feliz, utili¬zar la razón, y otras más específicas, el talento artístico, por ejemplo. Son las semillas que crecen y se manifiestan si se dan las condiciones apropiadas para su desarrollo, y que pueden ahogarse cuando éstas faltan.

De tales condiciones, una de las más importantes es que la persona de mayor influencia en la vida del niño tenga fe en esas potencialidades. La presencia de dicha fe es lo que determina la diferencia entre educación y manipulación. Educación significa ayudar al niño a realizar sus potencialidades.(La raíz de la palabra educación es e-ducere, literalmente, conducir desde, o extraer algo que existía potencialmente.) Lo con¬trario de la educación es la manipulación, que se basa en la au¬sencia de fe, en el desarrollo de las potencialidades y en la con¬vicción de que un niño será como corresponde sólo si los adul¬tos le inculcan lo que es deseable y suprimen lo que parece in¬deseable. No hay necesidad de tener fe en el robot, puesto que tampoco hay vida en él.

La fe en los demás culmina en la fe en la humanidad. En el mundo occidental, esa fe se expresa en términos religiosos en la religión judeo-cristiana, y en lenguaje secular tiene su expresión más poderosa en las ideas políticas y sociales humanísticas de los últimos ciento cincuenta años. Al igual que la fe en el niño, se basa en la idea de que las potencialidades del hombre son tales que, dadas las condiciones apropiadas, podrá cons¬truir un orden social gobernado por los principios de igualdad, justicia y amor. El hombre no ha logrado aún construir ese or¬den, y, por lo tanto, la convicción de que puede hacerlo nece¬sita fe. Pero como toda fe racional, tampoco ésa es una mera expresión de deseos, sino que se basa en la evidencia de los lo¬gros del pasado de la raza humana y en la experiencia interior de cada individuo en su propia experiencia de la razón y el amor.

Mientras que la fe irracional arraiga en la sumisión a un poder que se considera avasalladoramente poderoso, omnisa¬piente y omnipotente, y en la abdicación del poder y la fuerza propios, la fe racional se basa en la experiencia opuesta. Tene¬mos fe en una idea porque es el resultado de nuestras propias observaciones y nuestro pensamiento. Tenemos fe en las po¬tencialidades de los demás, en las nuestras y en las de la huma¬nidad, porque, y sólo en esa medida, hemos experimentado el desarrollo de nuestras propias potencialidades, la realidad del crecimiento en nosotros mismos, la fuerza de nuestro propio poder y del amor. La base de la fe racional es la productivi¬dad; vivir de acuerdo con nuestra fe, significa vivir productiva¬mente. Se deduce de ello que la creencia en el poder (en el sen¬tido de dominación) y en el uso del poder constituye el reverso de la fe. Creer en el poder que existe es lo mismo que creer en el desarrollo de las potencialidades aún no realizadas. Es una predicción del futuro basada únicamente en el presente mani¬fiesto; pero resulta ser un grave error de cálculo, profunda¬mente irracional en su descuido de las potencialidades y el cre¬cimiento humanos. No hay una fe racional en el poder. Hay una sumisión a él o, por parte de quienes lo tienen, el deseo de conservarlo. Si bien para muchos el poder es la más real de to¬das las cosas, la historia del hombre ha demostrado que es el más inestable de todos los logros humanos. Debido a que la fe y el poder se excluyen mutuamente, todos los sistemas religiosos y políticos que se construyeron originariamente sobre una fe racional, se corrompieron y, eventualmente, pierden la fuerza que pueda quedarles, si sólo confían en el poder o se alían a él.

Tener fe requiere coraje, la capacidad de correr un riesgo, la disposición a aceptar incluso el dolor y la desilusión. Quien insiste en la seguridad y la tranquilidad como condiciones pri¬marias de la vida no puede tener fe; quien se encierra en un sis¬tema de defensa, donde la distancia y la posesión constituyen los medios que dan seguridad, se convierte en un prisionero. Ser amado, y amar, requiere coraje, la valentía de atribuir a ciertos valores fundamental importancia -y de dar el salto y apostar todo a esos valores-.

Ese coraje es muy distinto de la valentía a la que se refirió el famoso fanfarrón Mussolini cuando utilizó el lema «vivir pe¬ligrosamente». Su tipo de coraje es el coraje del nihilismo. Está arraigado en una actitud destructiva hacia la vida, en la volun¬tad de arriesgar la vida porque uno es incapaz de amarla. El coraje de la desesperación es lo contrario del coraje del amor, tal como la fe en el poder es lo opuesto de la. fe en la vida.

¿Hay algo que deba practicarse en relación con la fe y el valor? Indudablemente, la fe puede practicarse a cada mo¬mento. Requiere fe criar a un niño; se necesita fe para dormirse, para comenzar cualquier tarea. Pero todos estamos acostumbrados a tener ese tipo de fe. Quien no la posee, sufre enorme angustia por su hijo, por su insomnio, o por su incapa¬cidad para realizar cualquier trabajo productivo; o es suspicaz, se abstiene de acercarse a nadie, o es hipocondríaco o incapaz de hacer planes a largo plazo. Mantener la propia opinión so¬bre una persona, aunque la opinión pública o algunos hechos imprevistos parezcan invalidarla, mantener las propias convic¬ciones aunque éstas no sean populares: todo eso requiere fe y coraje. Tomar las dificultades, los reveses y penas de la vida como un desafío cuya superación nos hace más fuertes, y no como un injusto castigo que no tendríamos que recibir noso¬tros, requiere fe y coraje.

La práctica de la fe y el valor comienza con los pequeños detalles de la vida diaria. El primer paso consiste en observar cuándo y dónde se pierde la fe, analizar las racionalizaciones que se usan para soslayar esa pérdida de fe, reconocer cuándo se actúa cobardemente y cómo se lo racionaliza. Reconocer cómo cada traición a la fe nos debilita, y cómo la mayor debili¬dad nos lleva a una nueva traición, y así en adelante, en un cír¬culo vicioso. Entonces reconoceremos también que mientras tememos conscientemente no ser amados, el temor real, aun¬que habitualmente inconsciente, es el de amar. Amar significa comprometerse sin garantías, entregarse totalmente con la es¬peranza de producir amor en la persona amada. El amor es un acto de fe, y quien tenga poca fe también tiene poco amor. ¿Es posible decir algo más acerca de la práctica de la fe? Quizás otro podría hacerlo; si yo fuera poeta o predicador, podría in¬tentarlo. Pero puesto que no soy ni lo uno ni lo otro, no puedo ni siquiera intentar decir algo más sobre la práctica de la fe, pero estoy seguro de que cualquiera realmente interesado puede aprender a tener fe como un niño aprende a caminar.

Una actitud, indispensable para la práctica del arte de amar, que hasta ahora sólo hemos mencionado de modo im¬plícito, debe examinarse explícitamente ahora, pues es funda mental: la actividad. He dicho antes que actividad no significa «hacer algo», sino una actividad interior, el uso productivo de los propios poderes. El amor es una actividad; si amo, estoy en un constante estado de preocupación activa por la persona amada, pero no sólo por ella. Porque seré incapaz de relacio¬narme activamente con la persona amada si soy perezoso, si no estoy en un constante estado de conciencia, alerta y activi¬dad. El dormir es la única situación apropiada para la inactivi¬dad; en el estado de vigilia no debe haber lugar para ella. La si¬tuación paradójica de multitud de individuos hoy en día es que están semidormidos durante el día, y semidespiertos cuando duermen o cuando quieren dormir. Estar plenamente despierto es la condición para no aburrirnos o aburrir a los demás -y sin duda no estar o no ser aburrido es una de las condiciones fun¬damentales para amar-. Ser activo en el pensamiento, en el sentimiento, con los ojos y los oídos, durante todo el día, evitar la pereza interior, sea que ésta signifique mantenerse receptivo, acumular o meramente perder el tiempo, es condición indispen¬sable para la práctica del arte de amar. Es una ilusión creer que se puede dividir la vida en forma tal que uno sea produc¬tivo en la esfera del amor e improductivo en las demás. La pro¬ductividad no permite una tal división del trabajo. La capaci¬dad de amar exige un estado de intensidad, de estar despierto, de acrecentada vitalidad, que sólo puede ser el resultado de una orientación productiva y activa en muchas otras esferas de la vida. Si no se es productivo en otros aspectos, tampoco se es productivo en el amor.

El examen del arte de amar no puede limitarse al dominio personal de la adquisición y desarrollo de las características y aptitudes que hemos descrito en este capítulo. Está inseparablemente relacionado con el dominio social. Si amar significa tener una actitud de amor hacia todos, si el amor es un rasgo caracterológico, necesariamente debe existir no sólo en las re¬laciones con la propia familia y los amigos, sino también para con los que están en contacto con nosotros a través del tra¬bajo, los negocios, la profesión. No hay una «división del tra¬bajo» entre el amor a los nuestros y el amor a los ajenos. Por el contrario, la condición para la existencia del primero es la exis¬tencia del segundo. Comprender esto seriamente sin duda im¬plica un cambio bastante drástico con respecto a las relaciones sociales acostumbradas. Si bien se habla mucho del ideal reli¬gioso del amor al prójimo, nuestras relaciones están de hecho determinadas, en el mejor de los casos, por el principio de equi¬dad. Equidad significa no engañar ni hacer trampas en el inter¬cambio de artículos y servicios, o en el intercambio de senti¬mientos. «Te doy tanto como tú me das», así en los bienes ma¬teriales como en el amor, es la máxima ética predominante en la sociedad capitalista. Hasta podría decirse que el desarrollo de una ética de la equidad es la contribución ética particular de la sociedad capitalista.

Las razones de tal situación radican en la naturaleza misma de la sociedad capitalista. En las sociedades precapita¬listas, el intercambio de mercaderías estaba determinado por la fuerza directa, por la tradición, o por lazos personales de amor o amistad. En el capitalismo, el factor que todo lo determina en el intercambio es el mercado. Se trate del mercado de produc¬tos, del laboral o del de servicios, cada persona trueca lo que tiene para vender por lo que quiere conseguir en las condicio¬nes del mercado, sin recurrir a la fuerza o al fraude.

La ética de la equidad se presta a confusiones con la ética de la Regla Dorada. La máxima «haz a los demás lo que qui¬sieras que te hicieran a ti» puede interpretarse como «sé equitativo en tu intercambio con los demás». Pero, en realidad, se formuló originalmente como una versión popular del «Ama a tu prójimo como a ti mismo» bíblico. Por cierto, la norma ju¬deocristiana de amor fraternal es totalmente diferente de la ética de la equidad. Significa amar al prójimo, es decir, sentirse responsable por él y uno con él, mientras que la ética equitativa significa no sentirse responsable y unido, sino distante y sepa¬rado; significa respetar los derechos del prójimo, pero no amarlo. No es un accidente el que la Regla Dorada se haya convertido en la más popular de las máximas religiosas actua¬les; obedece ello a que es susceptible de interpretarse en térmi¬nos de una ética equitativa que todos comprenden y están dis¬puestos a practicar. Pero la práctica del amor debe comenzar por reconocer la diferencia entre equidad y amor.

Aquí, sin embargo, surge un importante problema. Si toda nuestra organización social y económica está basada en el he¬cho de que cada uno trate de conseguir ventajas para sí mismo, si está regida por el principio del egotismo atemperado sólo por el principio ético de equidad, ¿cómo es posible hacer negocios, actuar dentro de la estructura de la sociedad existente y, al mismo tiempo, practicar el amor? ¿No implica lo segundo re¬nunciar a todas las preocupaciones seculares y compartir la vida de los más pobres? Los monjes cristianos y personas tales como Tolstoy, Albert Schweitzer y Simone Weil han planteado y resuelto ese problema en forma radical. Otros (Cf. el artículo de Herbert Marcuse, «The Social Implications of Psy¬choanalytic Revisionism», Dissent, Nueva York, verano de 1956.) comparten la opinión de que en nuestra sociedad existe una incompatibilidad básica entre el amor y la vida secular normal. Llegan a la con¬clusión de que hablar de amor en el presente sólo significa par¬ticipar en el fraude general; sostienen que sólo un mártir o un loco puede amar en el mundo actual, y, por lo tanto, que todo examen del amor no es otra cosa que una prédica. Este respe¬table punto de vista se presta fácilmente a una racionalización del cinismo. En realidad, es implícitamente compartido por la persona corriente que siente: «me gustaría ser un buen cris¬tiano, pero tendría que morirme de hambre si lo tomara en se¬rio». Este radicalismo resulta un nihilismo moral. Tanto los «pensadores radicales» como la persona corriente son autóma¬tas carentes de amor, y la única diferencia entre ellos consiste en que la segunda no tiene conciencia de serlo, mientras que los primeros conocen y reconocen la «necesidad histórica» de ese hecho.

Tengo la convicción de que la respuesta a la absoluta in¬compatibilidad del amor y la vida «normal» sólo es correcta en un sentido abstracto. El principio sobre el que se basa la sociedad capitalista y el principio del amor son incompatibles. Pero la sociedad moderna en su aspecto concreto es un fenómeno complejo. El vendedor de un artículo inútil, por ejemplo, no puede operar económicamente sin mentir; un obrero especiali¬zado, un químico o un médico pueden hacerlo. De manera si¬milar, un granjero, un obrero, un maestro y muchos tipos de hombres de negocios pueden tratar de practicar el amor sin de¬jar de funcionar económicamente. Aun si aceptamos que el principio del capitalismo es incompatible con el principio del amor, debemos admitir que el «capitalismo» es, en si mismo, una estructura compleja y continuamente cambiante, que in¬cluso permite una buena medida de disconformidad y libertad personal.
Con esa afirmación, sin embargo, no deseo significar que podemos esperar que el sistema social actual continúe indefini¬damente, y, al mismo tiempo, confiar en la realización del ideal de amor hacia nuestros hermanos. La gente capaz de amar, en el sistema actual, constituye por fuerza la excepción; el amor es inevitablemente un fenómeno marginal en la sociedad occi¬dental contemporánea. No tanto porque las múltiples ocupa¬ciones no permiten una actitud amorosa, sino porque el es¬píritu de una sociedad dedicada a la producción y ávida de ar¬tículos es tal que sólo el no conformista puede defenderse de ella con éxito. Los que se preocupan seriamente por el amor como única respuesta racional al problema de la existencia hu¬mana deben, entonces, llegar a la conclusión de que para que el amor se convierta en un fenómeno social y no en una excep¬ción individualista y marginal, nuestra estructura social nece¬sita cambios importantes y radicales. Dentro de los límites de este libro, sólo podemos sugerir la dirección de tales cambios. (En mi libro Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, México, Fondo de Cultura Económica, 1956, procuré examinar detalladamente ese pro¬blema.) Nuestra sociedad está regida por una burocracia administra¬tiva, por políticos profesionales; los individuos son motivados por sugestiones colectivas; su finalidad es producir más y con¬sumir más, como objetivos en sí mismos. Todas las actividades están subordinadas a metas económicas, los medios se han convertido en fines; el hombre es un autómata -bien alimen¬tado, bien vestido, pero sin interés fundamental alguno en lo que constituye su cualidad y función peculiarmente humana-.

Si el hombre quiere ser capaz de amar, debe colocarse en su lu¬gar supremo. La máquina económica debe servirlo, en lugar de ser él quien esté a su servicio. Debe capacitarse para compartir la experiencia, el trabajo, en vez de compartir, en el mejor de los casos, sus beneficios. La sociedad debe organizarse en tal forma que la naturaleza social y amorosa del hombre no esté separada de su existencia social, sino que se una a ella. Si es verdad, como he tratado de demostrar, que el amor es la única respuesta satisfactoria al problema de la existencia humana, entonces toda sociedad que excluya, relativamente, el desarro¬llo del amor, a la larga perece a causa de su propia contradic¬ción con las necesidades básicas de la naturaleza del hombre. Hablar del amor no es «predicar», por la sencilla razón de que significa hablar de la necesidad fundamental y real de todo ser humano. Que esa necesidad haya sido oscurecida no significa que no exista. Analizar la naturaleza del amor es descubrir su ausencia general en el presente y criticar las condiciones socia¬les responsables de esa ausencia. Tener fe en la posibilidad del amor como un fenómeno social y no sólo excepcional e indivi¬dual, es tener una fe racional basada en la comprensión de la naturaleza misma del hombre.

RED ANFICTIONIA DE IMAGENES YSONIDOS dijo...

HUGO CHÁVEZ FRIAS
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA
En ejercicio de la atribución que le confiere el numeral 8 del artículo 236 de la Constitución de la
República Bolivariana de Venezuela, en concordancia con el artículo 1, numeral 5, literal b de la
Ley que Autoriza al Presidente de la República para dictar Decretos con Fuerza de Ley en las
Materias que se delegan, en Consejo de Ministros,
LEY SOBRE MENSAJES DE DATOS Y FIRMAS ELECTRÓNICAS
CAPITULO I
AMBITO DE APLICACIÓN Y DEFINICIONES
Objeto y aplicabilidad del Decreto-Ley.
Artículo 1. El presente Decreto-Ley tiene por objeto otorgar y reconocer eficacia y valor jurídico a
la Firma Electrónica, al Mensaje de Datos y a toda información inteligible en formato electrónico,
independientemente de su soporte material, atribuible a personas naturales o jurídicas, públicas o
privadas, así como regular todo lo relativo a los Proveedores de Servicios de Certificación y los
Certificados Electrónicos.
El presente Decreto-Ley será aplicable a los Mensajes de Datos y Firmas Electrónicas
independientemente de sus características tecnológicas o de los desarrollos tecnológicos que se
produzcan en un futuro. A tal efecto, sus normas serán desarrolladas e interpretadas
progresivamente, orientadas a reconocer la validez y eficacia probatoria de los Mensajes de datos
y Firmas Electrónicas.
La certificación a que se refiere el presente Decreto-Ley no excluye el cumplimiento de las
formalidades de registro público o autenticación que, de conformidad con la ley, requieran
determinados actos o negocios jurídicos.
Definiciones.
Artículo 2. A los efectos del presente Decreto-Ley, se entenderá por:
Persona: Todo sujeto jurídicamente hábil, bien sea natural, jurídica, pública, privada, nacional o
extranjera, susceptible de adquirir derechos y contraer obligaciones.
Mensajes de datos: Toda información inteligible en formato electrónico o similar que pueda ser
almacenada o intercambiada por cualquier medio.
Emisor: Persona que origina un Mensaje de Datos por sí mismo, o a través de terceros
autorizados.
Firma Electrónica: Información creada o utilizada por el Signatario, asociada al Mensaje de Datos,
que permite atribuirle su autoría bajo el contexto en el cual ha sido empleado.
Signatario: Es la persona titular de una Firma Electrónica o Certificado Electrónico.
Destinatario: Persona a quien va dirigido el Mensaje de Datos.
Proveedor de Servicios de Certificación: Persona dedicada a proporcionar Certificados
Electrónicos y demás actividades previstas en este Decreto-Ley.
Acreditación: es el titulo que otorga la Superintendencia de servicios de Certificación Electrónica a
los Proveedores de Servicios de Certificación para proporcionar certificados electrónicos, una vez
cumplidos los requisitos y condiciones establecidos en este Decreto-Ley.
Certificado Electrónico: Mensaje de Datos proporcionado por un Proveedor de Servicios de
Certificación que le atribuye certeza y validez a la Firma Electrónica.
Sistema de Información: Aquel utilizado para generar, procesar o archivar de cualquier forma
Mensajes de Datos.
Usuario: Toda persona que utilice un sistema de información.
Inhabilitación técnica: Es la incapacidad temporal o permanente del Proveedor de Servicios de
Certificación que impida garantizar el cumplimiento de sus servicios, así como, cumplir con los
requisitos y condiciones establecidos en este Decreto-Ley para el ejercicio de sus actividades.
El reglamento del presente Decreto-Ley podrá adaptar las definiciones antes señaladas a los
desarrollos tecnológicos que se produzcan en el futuro. Así mismo, podrá establecer otras
definiciones que fueren necesarias para la eficaz aplicación de este Decreto-Ley.
Adaptabilidad del Decreto-Ley.
Artículo 3. El Estado adoptará las medidas que fueren necesarias para que los organismos
públicos puedan desarrollar sus funciones, utilizando los mecanismos descritos en este Decreto-
Ley.
CAPITULO II
DE LOS MENSAJES DE DATOS
Eficacia Probatoria.
Artículo 4. Los Mensajes de Datos tendrán la misma eficacia probatoria que la ley otorga a los
documentos escritos, sin perjuicio de lo establecido en la primera parte del artículo 6 de este
Decreto-Ley. Su promoción, control, contradicción y evacuación como medio de prueba, se
realizará conforme a lo previsto para las pruebas libres en el Código de Procedimiento Civil.
La información contenida en un Mensaje de Datos, reproducida en formato impreso, tendrá la
misma eficacia probatoria atribuida en la ley a las copias o reproducciones fotostáticas.
Sometimiento a la Constitución y a la ley.
Artículo 5. Los Mensajes de Datos estarán sometidos a las disposiciones constitucionales y
legales que garantizan los derechos a la privacidad de las comunicaciones y de acceso a la
información personal.
Cumplimiento de solemnidades y formalidades.
Artículo 6. Cuando para determinados actos o negocios jurídicos la ley exija el cumplimiento de
solemnidades o formalidades, éstas podrán realizarse utilizando para ello los mecanismos
descritos en este Decreto-Ley.
Cuando para determinados actos o negocios jurídicos la ley exija la firma autógrafa, ese requisito
quedará satisfecho en relación con un Mensaje de Datos al tener asociado una Firma Electrónica.
Integridad del Mensaje de Datos.
Artículo 7. Cuando la ley requiera que la información sea presentada o conservada en su forma
original, ese requisito quedará satisfecho con relación a un Mensaje de Datos si se ha conservado
su integridad y cuando la información contenida en dicho Mensaje de Datos esté disponible. A tales
efectos, se considerará que un Mensaje de Datos permanece íntegro, si se mantiene inalterable
desde que se generó, salvo algún cambio de forma propio del proceso de comunicación, archivo o
presentación.
Constancia por escrito del Mensaje de Datos.
Artículo 8. Cuando la ley requiera que la información conste por escrito, ese requisito quedará
satisfecho con relación a un Mensaje de Datos, si la información que éste contiene es accesible
para su ulterior consulta.
Cuando la ley requiera que ciertos actos o negocios jurídicos consten por escrito y su soporte deba
permanecer accesible, conservado o archivado por un período determinado o en forma
permanente, estos requisitos quedarán satisfechos mediante la conservación de los Mensajes de
Datos, siempre que se cumplan las siguiente condiciones:
1. Que la información que contengan pueda ser consultada posteriormente.
2. Que conserven el formato en que se generó, archivó o recibió o en algún formato que sea
demostrable que reproduce con exactitud la información generada o recibida.
3. Que se conserve todo dato que permita determinar el origen y el destino del Mensaje de
Datos, la fecha y la hora en que fue enviado o recibido.
Toda persona podrá recurrir a los servicios de un tercero para dar cumplimiento a los requisitos
señalados en este artículo.
CAPITULO III
DE LA EMISIÓN Y RECEPCIÓN DE LOS MENSAJES DE DATOS
Verificación de la emisión del Mensaje de Datos.
Artículo 9. Las partes podrán acordar un procedimiento para establecer cuándo el Mensaje de
Datos proviene efectivamente del Emisor. A falta de acuerdo entre las partes, se entenderá que un
Mensajes de Datos proviene del Emisor, cuando éste ha sido enviado por:
1. El propio Emisor.
2. Persona autorizada para actuar en nombre del Emisor respecto de ese mensaje.
3. Por un Sistema de Información programado por el Emisor, o bajo su autorización, para que
opere automáticamente.
Oportunidad de la emisión.
Artículo 10. Salvo acuerdo en contrario entre las partes, el Mensaje de Datos se tendrá por emitido
cuando el sistema de información del Emisor lo remita al Destinatario.
Reglas para la determinación de la recepción.
Artículo 11. Salvo acuerdo en contrario entre el Emisor y el Destinatario, el momento de recepción
de un Mensaje de Datos se determinará conforme a las siguientes reglas:
1. Si el Destinatario ha designado un sistema de información para la recepción de Mensajes
de Datos, la recepción tendrá lugar cuando el Mensaje de Datos ingrese al sistema de
información designado.
2. Si el Destinatario no ha designado un sistema de información, la recepción tendrá lugar,
salvo prueba en contrario, al ingresar el Mensaje de Datos en un sistema de información
utilizado regularmente por el Destinatario.
Lugar de emisión y recepción
Artículo 12. Salvo prueba en contrario, el Mensaje de Datos se tendrá por emitido en el lugar
donde el Emisor tenga su domicilio y por recibido en el lugar donde el Destinatario tenga el suyo.
Del acuse de recibo.
Artículo 13. El Emisor de un Mensaje de Datos podrá condicionar los efectos de dicho mensaje a
la recepción de un acuse de recibo emitido por el Destinatario.
Las partes podrán determinar un plazo para la recepción del acuse de recibo. La no recepción de
dicho acuse de recibo dentro del plazo convenido, dará lugar a que se tenga el Mensaje de Datos
como no emitido.
Cuando las partes no establezcan un plazo para la recepción del acuse de recibo, el Mensaje de
Datos se tendrá por no emitido si el Destinatario no envía su acuse de recibo en un plazo de
veinticuatro (24) horas a partir de su emisión.
Cuando el Emisor reciba el acuse de recibo del Destinatario conforme a lo establecido en el
presente artículo, el Mensaje de Datos surtirá todos sus efectos.
Mecanismos y métodos para el acuse de recibo.
Artículo 14. Las partes podrán acordar los mecanismos y métodos para el acuse de recibo de un
Mensaje de Datos. Cuando las partes no hayan acordado que para el acuse de recibo se utilice un
método determinado, se considerará que dicho requisito se ha cumplido cabalmente mediante:
1. Toda comunicación del Destinatario, automatizada o no, que señale la recepción del
Mensaje de Datos.
2. Todo acto del Destinatario que resulte suficiente a los efectos de evidenciar al Emisor que
ha recibido su Mensaje de Datos.
Oferta y aceptación en los contratos.
Artículo 15. En la formación de los contratos, las partes podrán acordar que la oferta y aceptación
se realicen por medio de Mensajes de Datos.
CAPITULO IV
DE LAS FIRMAS ELECTRONICAS
Validez y eficacia de la Firma Electrónica. Requisitos.
Artículo 16. La Firma Electrónica que permita vincular al Signatario con el Mensaje de Datos y
atribuir la autoría de éste, tendrá la misma validez y eficacia probatoria que la ley otorga a la firma
autógrafa. A tal efecto, salvo que las partes dispongan otra cosa, la Firma Electrónica deberá llenar
los siguientes aspectos:
1. Garantizar que los datos utilizados para su generación puedan producirse sólo una vez, y
asegurar, razonablemente, su confidencialidad.
2. Ofrecer seguridad suficiente de que no pueda ser falsificada con la tecnología existente en
cada momento.
3. No alterar la integridad del Mensaje de Datos.
A los efectos de este artículo, la Firma Electrónica podrá formar parte integrante del Mensaje de
Datos, o estar inequívocamente asociada a éste; enviarse o no en un mismo acto.
Efectos jurídicos. Sana critica.
Artículo 17. La Firma Electrónica que no cumpla con los requisitos señalados en el artículo
anterior no tendrá los efectos jurídicos que se le atribuyen en el presente Capítulo, sin embargo,
podrá constituir un elemento de convicción valorable conforme a las reglas de la sana crítica.
La certificación.
Artículo 18. La Firma Electrónica, debidamente certificada por un Proveedor de Servicios de
Certificación conforme a lo establecido en este Decreto-Ley, se considerará que cumple con los
requisitos señalados en el artículo 16.
Obligaciones del signatario.
Artículo 19. El Signatario de la Firma Electrónica tendrá las siguientes obligaciones:
Actuar con diligencia para evitar el uso no autorizado de su Firma Electrónica.
Notificar a su Proveedor de Servicios de Certificación que su Firma Electrónica ha
sido controlada por terceros no autorizados o indebidamente utilizada, cuando
tenga conocimiento de ello.
El Signatario que no cumpla con las obligaciones antes señaladas será responsable de las
consecuencias del uso no autorizado de su Firma Electrónica.
CAPITULO V
DE LA SUPERINTENDENCIA DE SERVICIOS
DE CERTIFICACIÓN ELECTRÓNICA
Creación de la Superintendencia.
Artículo 20. Se crea la Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica, como un
servicio autónomo con autonomía presupuestaria, administrativa, financiera y de gestión, en las
materias de su competencia, dependiente del Ministerio de Ciencia y Tecnología.
Objeto de la Superintendencia.
Artículo 21. La Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica tiene por objeto
acreditar, supervisar y controlar, en los términos previstos en este Decreto-Ley y sus reglamentos,
a los Proveedores de Servicios de Certificación públicos o privados.
Competencias de la Superintendencia.
Artículo 22. La Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica tendrá las siguientes
competencias:
1. Otorgar la acreditación y la correspondiente renovación a los Proveedores de Servicios de
Certificación una vez cumplidas las formalidades y requisitos de este Decreto-Ley, sus
reglamentos y demás normas aplicables.
2. Revocar o suspender la acreditación otorgada cuando se incumplan las condiciones,
requisitos y obligaciones que se establecen en el presente Decreto-Ley.
3. Mantener, procesar, clasificar, resguardar y custodiar el Registro de los Proveedores de
Servicios de Certificación públicos o privados.
4. Verificar que los Proveedores de Servicios de Certificación cumplan con los requisitos
contenidos en el presente Decreto-Ley y sus reglamentos.
5. Supervisar las actividades de los Proveedores de Servicios de Certificación conforme a
este Decreto-Ley, sus reglamentos y las normas y procedimientos que establezca la
Superintendencia en el cumplimiento de sus funciones.
6. Liquidar, recaudar y administrar las tasas establecidas en el artículo 24 de este Decreto-
Ley.
7. Liquidar y recaudar las multas establecidas en el presente Decreto-Ley.
8. Administrar los recursos que se le asignen y los que obtenga en el desempeño de sus
funciones.
9. Coordinar con los organismos nacionales o internacionales cualquier aspecto relacionado
con el objeto de este Decreto-Ley.
10. Inspeccionar y fiscalizar la instalación, operación y prestación de servicios realizados por
los Proveedores de Servicios de Certificación.
11. Abrir, de oficio o a instancia de parte, sustanciar y decidir los procedimientos
administrativos relativos a presuntas infracciones a este Decreto-Ley.
12. Requerir de los Proveedores de Servicios de Certificación o sus usuarios, cualquier
información que considere necesaria y que esté relacionada con materias relativas al
ámbito de sus funciones.
13. Actuar como mediador en la solución de conflictos que se susciten entre los Proveedores
de Servicios de Certificados y sus usuarios, cuando ello sea solicitado por las partes
involucradas, sin perjuicio de las atribuciones que tenga el organismo encargado de la
protección, educación y defensa del consumidor y el usuario, conforme a la ley que rige
esta materia.
14. Seleccionar los expertos técnicos o legales que considere necesarios para facilitar el
ejercicio de sus funciones.
15. Presentar un informe anual sobre su gestión al Ministerio de adscripción.
16. Tomar las medidas preventivas o correctivas que considere necesarias conforme a lo
previsto en este Decreto-Ley.
17. Imponer las sanciones establecidas en este Decreto-Ley.
18. Determinar la forma y alcance de los requisitos establecidos en los artículos 31 y 32 del
presente Decreto-Ley.
19. Las demás que establezcan la ley y los reglamentos.
Ingresos de la Superintendencia.
Artículo 23. Son ingresos de la Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica:
1. Los recursos que le sean asignados en la Ley de Presupuesto a través del Ministerio de
Ciencia y Tecnología.
2. Los provenientes de su gestión conforme a lo establecido en esta Ley.
3. Cualquier otro ingreso permitido por ley.
De las tasas.
Articulo 24. La Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica cobrará las siguientes
tasas:
1. Por la acreditación de los Proveedores de Servicios de Certificación se cobrará una tasa de
un mil unidades tributarias (1.000 U.T.).
2. Por la renovación de la acreditación de los Proveedores de Servicios de Certificación se
cobrará una tasa de quinientas unidades tributarias (500 U.T.).
3. Por la cancelación de la acreditación de los Proveedores de Servicios de Certificación se
cobrará una tasa de quinientas unidades tributarias (500 U.T.).
4. Por la autorización que se otorgue a los Proveedores de Servicios de Certificación
debidamente acreditados en relación a la garantía de los Certificados Electrónicos
proporcionados por Proveedores de Servicios de Certificación extranjeros, conforme a lo
establecido en el artículo 44 del presente Decreto-Ley, se cobrará una tasa de quinientas
unidades tributarias (500 U.T.).
Los Proveedores de Servicios de Certificación constituidos por entes públicos estarán exentos del
pago de las tasas previstas en este artículo.
Mecanismos de control
Artículo 25. La Contraloría Interna del Ministerio de Ciencia y Tecnología, ejercerá las funciones
de control, vigilancia y fiscalización de los ingresos, gastos y bienes públicos sobre este servicio
autónomo, de conformidad con la ley que regula la materia.
De la supervisión.
Artículo 26. La Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica supervisará a los
Proveedores de Servicios de Certificación con el objeto de verificar que cumplan con los
requerimientos necesarios para ofrecer un servicio eficaz a sus usuarios. A tal efecto, podrá
directamente o a través de expertos, realizar las inspecciones y auditorias que fueren necesarias
para comprobar que los Proveedores de Servicios de Certificación cumplen con tales
requerimientos.
Medidas para garantizar la confiabilidad.
Artículo 27. La Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica podrá adoptar las
medidas preventivas o correctivas necesarias para garantizar la confiabilidad de los servicios
prestados por los Proveedores de Servicios de Certificación. A tal efecto, podrá ordenar, entre
otras medidas, el uso de estándares o prácticas internacionalmente aceptadas para la prestación
de los servicios de certificación electrónica, o que el Proveedor se abstenga de realizar cualquier
actividad que ponga en peligro la integridad o el buen uso del servicio.
Designación del Superintendente.
Artículo 28. La Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica estará a cargo de un
Superintendente, será de libre designación y remoción del Ministro de Ciencia y Tecnología.
Requisito para ser Superintendente.
Artículo 29. El Superintendente de Servicios de Certificación Electrónica, debe reunir los
siguientes requisitos:
1. Ser venezolano.
2. De reconocida competencia técnica y profesional para el ejercicio de sus funciones.
No podrá ser Superintendente, los miembros directivos, agentes, comisarios, administradores o
accionistas de empresas o instituciones sometidas al control de la Superintendencia. Tampoco
podrá ejercer tal cargo el que tenga parentesco hasta el cuarto grado de consanguinidad o
segundo de afinidad con personas naturales también sometidas al control de la Superintendencia.
Atribuciones del Superintendente.
Artículo 30. Son atribuciones del Superintendente:
1. Dirigir el Servicio Autónomo Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica.
2. Suscribir los actos y documentos relacionados con las materias especificadas en el artículo
22 de este Decreto-Ley.
3. Administrar los recursos e ingresos del Servicio Autónomo Superintendencia de Servicios
de Certificación Electrónica.
4. Celebrar previa delegación del Ministro de Ciencia y Tecnología, convenios con
organismos públicos o privados, nacionales e internacionales, derivados del cumplimiento
de las atribuciones que corresponden a la Superintendencia de Servicios de Certificación
Electrónica.
5. Elaborar el proyecto de presupuesto anual, de conformidad con las previsiones legales
correspondientes.
6. Proponer escalas especiales de remuneración para el personal de la Superintendencia, de
conformidad con las disposiciones legales aplicables.
7. Presentar al Ministro de Ciencia y Tecnología el Proyecto de Reglamento Interno.
8. Celebrar previa delegación del Ministro de Ciencia y Tecnología, los contratos de trabajo y
de servicios de personal, que requiera la Superintendencia de Servicios de Certificación
Electrónica para su funcionamiento.
9. Elaborar anualmente la memoria y cuenta de la Superintendencia de Servicios de
Certificación Electrónica.
10. Las demás que le sean asignadas por el Ministro de Ciencia y Tecnología.
CAPITULO VI
DE LOS PROVEEDORES DE SERVICIOS DE CERTIFICACIÓN
Requisito para ser Proveedor.
Artículo 31. Podrán ser Proveedores de Servicios de Certificación, las personas, que cumplan y
mantengan los siguientes requisitos:
1. La capacidad económica y financiera suficiente para prestar los servicios autorizados como
Proveedor de Servicios de Certificación. En el caso de organismos públicos, éstos deberán
contar con un presupuesto de gastos y de ingresos que permitan el desarrollo de esta
actividad.
2. La capacidad y elementos técnicos necesarios para proveer Certificados Electrónicos.
3. Garantizar un servicio de suspensión, cancelación y revocación, rápido y seguro, de los
Certificados Electrónicos que proporcione.
4. Un sistema de información de acceso libre, permanente, actualizado y eficiente en el cual
se publiquen las políticas y procedimientos aplicados para la prestación de sus servicios,
así como los Certificados Electrónicos que hubiere proporcionado, revocado, suspendido o
cancelado y las restricciones o limitaciones aplicables a éstos.
5. Garantizar que en la emisión de los Certificados Electrónicos que provea se utilicen
herramientas y estándares adecuados a los usos internacionales, que estén protegidos
contra su alteración o modificación, de tal forma que garanticen la seguridad técnica de los
procesos de certificación .
6. En caso de personas jurídicas, éstas deberán estar legalmente constituidas de
conformidad con las leyes del país de origen.
7. Personal técnico adecuado con conocimiento especializado en la materia y experiencia en
el servicio a prestar.
8. Las demás que señale el reglamento de este Decreto-Ley.
El incumplimiento de cualesquiera de los requisitos anteriores dará lugar a la revocatoria de la
acreditación otorgada por la Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica, sin
perjuicio de las sanciones previstas en este Decreto-Ley.
De la acreditación.
Artículo 32. Los Proveedores de Servicios de Certificación presentarán ante la Superintendencia
de Servicios de Certificación Electrónica, junto con la correspondiente solicitud, los documentos
que acrediten el cumplimiento de los requisitos señalados en el artículo 31. La Superintendencia de
Servicios de Certificación Electrónica, previa verificación de tales documentos, procederá a recibir y
procesar dicha solicitud y deberá pronunciarse sobre la acreditación del Proveedor de Servicios de
Certificación, dentro de los veinte (20) días hábiles siguientes a la fecha de presentación de la
solicitud.
Una vez aprobada la solicitud del Proveedor de Servicios de Certificación, éste presentará, a los
fines de su acreditación, garantías que cumplan con los siguientes requisitos:
1. Ser expedidas por una entidad aseguradora o bancaria autorizada para operar en el país,
conforme a las disposiciones que rigen la materia.
2. Cubrir todos los perjuicios contractuales y extracontractuales de los signatarios y terceros
de buena fe derivados de actuaciones dolosas, culposas u omisiones atribuibles a los
administradores, representantes legales o empleados del Proveedor de Servicios de
Certificación.
El Proveedor de Servicios de Certificación deberá mantener vigente la garantía aquí solicitada por
el tiempo de vigencia de su acreditación. El incumplimiento de este requisito dará lugar a la
revocatoria de la acreditación otorgada por la Superintendencia de Servicios de Certificación
Electrónica.
Negativa de la acreditación.
Artículo 33. La Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica podrá negar la solicitud
a que se refiere el artículo anterior, en caso que el solicitante no reuna los requisitos señalados en
este Decreto-Ley y sus reglamentos.
Actividades de los Proveedores de Servicios de Certificación.
Artículo 34. Los Proveedores de Servicios de Certificación realizarán entre otras, las siguientes
actividades:
1. Proporcionar, revocar o suspender los distintos tipos o clases de Certificados Electrónicos.
2. Ofrecer o facilitar los servicios de creación de Firmas Electrónicas.
3. Ofrecer servicios de archivo cronológicos de las Firmas Electrónicas certificadas por el
Proveedor de Servicios de Certificación.
4. Ofrecer los servicios de archivo y conservación de mensajes de datos.
5. Garantizar Certificados Electrónicos proporcionados por Proveedores de Servicios de
Certificación extranjeros.
6. Las demás que se establezcan en el presente Decreto-Ley o en sus reglamentos.
Los Certificados Electrónicos proporcionados por los Proveedores de Servicios de Certificación
garantizarán la validez de las Firmas Electrónicas que certifiquen, y la titularidad que sobre ellas
tengan sus Signatarios.
Obligaciones de los Proveedores.
Artículo 35. Los Proveedores de Servicios de Certificación tendrán las siguientes obligaciones:
1. Adoptar las medidas necesarias para determinar la exactitud de los Certificados
Electrónicos que proporcionen y la identidad del Signatario.
2. Garantizar la validez, vigencia y legalidad del Certificado Electrónico que proporcione.
3. Verificar la información suministrada por el Signatario para la emisión del Certificado
Electrónico.
4. Mantener en medios electrónicos o magnéticos, para su consulta, por diez (10) años
siguientes al vencimiento de los Certificados Electrónicos que proporcionen, un archivo
cronológico con la información relacionada con los referidos Certificados Electrónicos.
5. Garantizar a los Signatarios un medio para notificar el uso indebido de sus Firmas
Electrónicas.
6. Informar a los interesados en sus servicios de certificación, utilizando un lenguaje
comprensible en su pagina en la Internet o en cualquier otra red mundial de acceso
público, los términos precisos y condiciones para el uso del Certificado Electrónico y, en
particular, de cualquier limitación sobre su responsabilidad, así como de los procedimientos
especiales existentes para resolver cualquier controversia.
7. Garantizar la integridad, disponibilidad y accesibilidad de la información y documentos
relacionados con los servicios que proporcione. A tales efectos, deberán mantener un
respaldo confiable y seguro de dicha información.
8. Garantizar la adopción de las medidas necesarias para evitar la falsificación de
Certificados Electrónicos y de las Firmas Electrónicas que proporcionen.
9. Efectuar las notificaciones y publicaciones necesarias para informar a los signatarios y
personas interesadas acerca del vencimiento, revocación, suspensión o cancelación de los
Certificados Electrónicos que proporcione, así como de cualquier otro aspecto de
relevancia para el público en general, en relación con dichos Certificados Electrónicos.
10. Notificar a la Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica cuando tenga
conocimiento de cualquier hecho que pueda conllevar a su Inhabilitación Técnica.
El incumplimiento de cualesquiera de los requisitos anteriores dará lugar a la suspensión de la
acreditación otorgada por la Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica, sin
perjuicio de las sanciones establecidas en el presente Decreto-Ley.
La contraprestación del servicio.
Artículo 36. La contraprestación por los servicios que los Proveedores de Servicios de
Certificación presten, estará sujeta a las reglas de la oferta y la demanda.
Notificación del cese de actividades.
Artículo 37. Cuando los Proveedores de Servicios de Certificación decidan cesar en sus
actividades, lo notificarán a la Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica, al menos
con treinta (30) días de anticipación a la fecha de cesación.
En el caso de Inhabilitación Técnica, el Proveedor de Servicios de Certificación notificará
inmediatamente a la Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica.
Recibida cualesquiera de las notificaciones señaladas en este artículo, la Superintendencia de
Servicios de Certificación Electrónica emitirá un acto por el cual se declare públicamente la
cesación de actividades del Proveedor de Servicios de Certificación como prestador de ese
servicio, sin perjuicio de las investigaciones que pueda realizar a fin de determinar las causas que
originaron el cese de las actividades del Proveedor, y las medidas que fueren necesarias adoptar
con el objeto de salvaguardar los derechos de los usuarios. En ese acto la Superintendencia podrá
ordenar al Proveedor que realice los trámites que considere necesarios para hacer del
conocimiento público la cesación de esas actividades, y para garantizar la conservación de la
información que fuere de interés para sus usuarios y el público en general.
En todo caso, el cese de las actividades de un Proveedor de Servicios de Certificación conllevará
su retiro del registro llevado por la Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica.
CAPITULO VII
CERTIFICADOS ELECTRONICOS
Garantía de la autoría de la Firma Electrónica.
Artículo 38. El Certificado Electrónico garantiza la autoría de la Firma Electrónica que certifica así
como la integridad del Mensaje de Datos. El Certificado Electrónico no confiere la autenticidad o fe
pública que conforme a la ley otorguen los funcionarios públicos a los actos, documentos y
certificaciones que con tal carácter suscriban.
Vigencia del Certificado Electrónico.
Artículo 39. El Proveedor de Servicios de Certificación y el Signatario, de mutuo acuerdo,
determinarán la vigencia del Certificado Electrónico.
Cancelación.
Artículo 40. La cancelación de un Certificado Electrónico procederá cuando el Signatario así lo
solicite a su Proveedor de Servicios de Certificación. Dicha cancelación no exime al Signatario de
las obligaciones contraídas durante la vigencia del Certificado, conforme a lo previsto en este
Decreto-Ley.
El Signatario estará obligado a solicitar la cancelación del Certificado Electrónico cuando tenga
conocimiento del uso indebido de su Firma Electrónica. Si el Signatario en conocimiento de tal
situación no solicita dicha cancelación, será responsable por los daños y perjuicios sufridos por
terceros de buena fe como consecuencia del uso indebido de la Firma Electrónica certificada
mediante el correspondiente Certificado Electrónico.
Suspensión temporal voluntaria.
Artículo 41. El Signatario podrá solicitar la suspensión temporal del Certificado Electrónico, en
cuyo caso su Proveedor deberá proceder a suspender el mismo durante el tiempo solicitado por el
Signatario.
Suspensión o revocatoria forzosa.
Artículo 42. En los contratos que celebren los Proveedores de Servicios de Certificación con sus
usuarios, se deberán establecer como causales de suspensión o revocatoria del Certificado
Electrónico de la Firma Electrónica, las siguientes:
1. Sea solicitado por una autoridad competente de conformidad con la ley.
2. Se compruebe que alguno de los datos del Certificado Electrónico proporcionado por el
Proveedor de Servicios de Certificación es falso.
3. Se compruebe el incumplimiento de una obligación principal derivada del contrato
celebrado entre el Proveedor de Servicios de Certificación y el Signatario.
4. Se produzca una Quiebra Técnica del sistema de seguridad del Proveedor de Servicios de
Certificación que afecte la integridad y confiabilidad del certificado contentivo de la Firma
Electrónica.
Así mismo, se preverá en los referidos contratos que los Proveedores de Servicios de Certificación
podrán dejar sin efecto la suspensión temporal del Certificado Electrónico de una Firma Electrónica
al verificar que han cesado las causas que originaron dicha suspensión, en cuyo caso el Proveedor
de Servicios de Certificación correspondiente estará en la obligación de habilitar de inmediato el
Certificado Electrónico de que se trate.
La vigencia del Certificado Electrónico cesará cuando se produzca la extinción o incapacidad
absoluta del Signatario
Contenido de los Certificados Electrónicos.
Artículo 43. Los Certificados Electrónicos deberán contener la siguiente información:
1. Identificación del Proveedor de Servicios de Certificación que proporciona el Certificado
Electrónico, indicando su domicilio y dirección electrónica.
2. El código de identificación asignado al Proveedor de Servicios de Certificación por la
Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica.
3. Identificación del titular del Certificado Electrónico, indicando su domicilio y dirección
electrónica.
4. Las fechas de inicio y vencimiento del periodo de vigencia del Certificado Electrónico.
5. La Firma Electrónica del Signatario.
6. Un serial único de identificación del Certificado Electrónico.
7. Cualquier información relativa a las limitaciones de uso, vigencia y responsabilidad a las
que esté sometido el Certificado Electrónico.
Certificados electrónicos extranjeros.
Artículo 44. Los Certificados Electrónicos emitidos por proveedores de servicios de certificación
extranjeros tendrán la misma validez y eficacia jurídica reconocida en el presente Decreto-Ley,
siempre que tales certificados sean garantizados por un Proveedor de Servicios de Certificación,
debidamente acreditado conforme a lo previsto en el presente Decreto-Ley, que garantice, en la
misma forma que lo hace con sus propios certificados, el cumplimiento de los requisitos, seguridad,
validez y vigencia del certificado. Los certificados electrónicos extranjeros, no garantizados por un
Proveedor de Servicios de Certificación debidamente acreditado conforme a lo previsto en el
presente Decreto-Ley, carecerán de los efectos jurídicos que se atribuyen en el presente Capítulo,
sin embargo, podrán constituir un elemento de convicción valorable conforme a las reglas de la
sana crítica.
CAPITULO VIII
DE LAS SANCIONES
A los Proveedores de Servicios de Certificación
Artículo 45. Los Proveedores de Servicios de Certificación serán sancionados con multa de
Quinientas Unidades Tributarias (500 U.T.) a Dos Mil Unidades Tributarias (2.000 U.T.), cuando
incumplan las obligaciones que les impone el artículo 35 del presente Decreto-Ley.
Los Proveedores de Servicios de Certificación serán sancionados con multa de Quinientas
Unidades Tributarias (500 U.T.) a Dos Mil Unidades Tributarias (2.000 U.T.), cuando dejen de
cumplir con alguno de los requisitos establecidos en el artículo 31 del presente Decreto-Ley.
Las sanciones serán impuestas en su término medio, pero podrán ser aumentadas o disminuidas
en atención a las circunstancias agravantes o atenuantes existentes.
Circunstancias agravantes y atenuantes.
Artículo 46. Son circunstancias agravantes:
1. La reincidencia y la reiteración.
2. La gravedad del perjuicio causado al Usuario.
3. La gravedad de la infracción.
4. La resistencia o reticencia del infractor para esclarecer los hechos.
Son circunstancias atenuantes:
1. No haber tenido la intención de causar el hecho imputado de tanta gravedad.
2. Las que se evidencien de las pruebas aportadas por el infractor en su descargo.
En el proceso se apreciará el grado de la culpa para agravar o atenuar la pena.
Prescripción de las sanciones
Artículo 47. Las sanciones aplicadas prescriben por el transcurso de tres (3) años, contados a
partir de la fecha de notificación al infractor.
Falta de acreditación.
Artículo 48. Serán sancionadas con multa de dos mil (2000) a cinco mil (5000) Unidades
Tributarias (U.T.), las personas que presten los servicios de Proveedores de Servicios de
Certificación previstos en este Decreto-Ley, sin la acreditación de la Superintendencia de Servicios
de Certificación Electrónica, alegando tenerla.
Procedimiento ordinario.
Artículo 49. Para la imposición de las multas previstas en los artículos anteriores, la
Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica aplicará el procedimiento administrativo
ordinario previsto en la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos.
CAPITULO X
DISPOSICIONES FINALES
Primera. El presente Decreto-Ley entrará en vigencia a partir de su publicación en la Gaceta
Oficial de la República Bolivariana de Venezuela.
Segunda. Los procedimientos, trámites y recursos contra los actos emanados de la
Superintendencia de Servicios de Certificación Electrónica, se regirán por lo previsto en la Ley
Orgánica de Procedimientos Administrativos.
Tercera. Sin limitación de otros que se constituyan, el Estado creará un Proveedor de Servicios de
Certificación de carácter público, conforme a las normas del presente Decreto-Ley. El Presidente
de la República determinará la forma y adscripción de este Proveedor de Servicios de Certificación.
Cuarta. La Administración Tributaria y Aduanera adoptará las medidas necesarias para ejercer sus
funciones utilizando los mecanismos descritos en este Decreto-Ley, así como para que los
contribuyentes puedan dar cumplimiento a sus obligaciones tributarias mediante dichos
mecanismos.

RED ANFICTIONIA DE IMAGENES YSONIDOS dijo...

Encuentro de Bolívar y San Martín

LA INTEGRACIÓN PERMANECE COMO UNA ASPIRACIÓN DE LOS PUEBLOS DE AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE
Ex tracto de la “Carta de Jamaica”, escrita por Bolívar en 1815.
“ Es una idea grandiosa pretender formar de todo el nuevo mundo una sola nación con un solo vínculo que una sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería tener, por consiguiente, un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse...” .. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos!”

En 1824 el Libertador Simón Bolívar convoca a la realización del Congreso Anfictiónico de Panamá (extracto de la invitación: “El día que nuestros plenipotenciarios hagan el canje de sus poderes, se fijará en la historia diplomática de América una época inmortal. Cuando, después de cien siglos, la posteridad busque el origen de nuestro derecho público, y recuerden los pactos que consolidaron su destino, registrarán con respeto los protocolos del Istmo. En él, encontrarán el plan de las primeras alianzas, que trazará la marcha de nuestras relaciones con el universo. ¿Qué será entonces el Istmo de Corinto comparado con el de Panamá?
Dios guarde a V. E.
Vuestro grande y buen amigo.
Bolívar “ )
El 22 de junio de 1826 se realizó el Congreso Anfictiónico de Panamá convocado por el Libertador Simón Bolívar con el objetivo de crear la confederación de las repúblicas americanas. Este Congreso se convierte en el antecedente histórico más relevante de unidad latinoamericana. El nombre de “Anfictiónico” es una evocación de la confederación de las anfictionías griegas, con sede en Corinto.
En el Congreso Anfictiónico se acordó un tratado de unión, liga y confederación perpetua, cuyo segundo artículo señalaba: "...El objeto de este pacto perpetuo será sostener en común, defensiva y ofensivamente si fuera necesario, la soberanía e independencia de todas y cada una de las potencias confederadas de América contra toda dominación extranjera; y asegurarse desde ahora para siempre los goces de una paz inalterable y promover al efecto la mejor armonía y buena inteligencia, así entre sus pueblos, ciudadanos y súbditos, respectivamente, como con las demás potencias con quienes deben mantener o entrar en relaciones amistosas". .Lamentablemente el tratado no fue suscrito por todos los estados convocados por circunstancias mezquinas y varios de los estados firmantes, como Centro América y Colombia, se dividieron, lo que aumentó la debilidad política. Pero el ideal de integración latinoamericana quedó grabado en la memoria colectiva de nuestros pueblos.
En la actualidad son muchas las necesidades para repensar integración de América Latina y el Caribe. En lo político, la defensa de la autodeterminación y soberanía, el fortalecimiento de las relaciones solidarias para enfrentar en bloque la crisis civilizatoria actual. En lo cultural, la defensa de nuestra identidad y valores, el respeto a la diversidad étnica, religiosa y cultural. En lo económico, la independencia y equidad para generar bienestar a nuestros pueblos. También la necesidad de recuperar valores e ideales de nuestra civilización como alternativas ante las tendencias a la globalización que se presenta como un paradigma, como la única opción para el “desarrollo” . La globalización viene a ser el resultado de la imposición de la agenda corporativa. La continuación de este programa conduce a una crisis que ni la humanidad ni la naturaleza están en condiciones de pagar. El costo de la imposición del proyecto del sistema es: desigualdad, autoritarismo, hambrunas, guerras, pérdida de soberanías nacionales, enajenación cultural, discriminación, contaminación.
Ante este panorama y ante las limitaciones que han presentado los modelos civilizatorios occidentales aplicados para mitigar los problemas de América Latina y el Caribe, es necesario constituirnos continentalmente para la configuración de nuevos valores civilizatorios, una nueva visión del desarrollo, estamos obligados a contribuir a diseñar nuestro propio futuro, por la sobrevivencia de nuestros pueblos, un EL DESARROLLO AMBIENTALMENTE SUSTENTADO, para la reconstrucción de la solidaridad y la dignidad latinoamericana, que brinde prosperidad y bienestar a nuestros pueblos y permita la conformación de un bloque geopolítico determinante en las relaciones mundiales.
Plantearse la construcción de esta perspectiva desde la latinoamericanidad, pasa por retomar la idea bolivariana de la anfictionía, de la integración de nuestros pueblos. Y guiados por esa aspiración se celebró en noviembre de 1999 el III Congreso Anfictiónico Bolivariano en Panamá. Asistieron delegaciones oficiales y no gubernamentales de 10 países: Argentina, Perú, Brasil, Colombia, república Dominicana, El Salvador, Aruba, México, Panamá y Venezuela. Se constituyó un espacio para la solidaridad, unidad y coordinación de diversas organizaciones populares (sociales, culturales, políticas, sindicales, ecologistas, de derechos humanos, etc.) latinoamericanas y caribeñas que compartimos el ideal de la unión y soberanía de nuestros pueblos.
En la representación venezolana se encontraban representadas numerosos sectores: cultural, académico, político, estudiantil y ambiental entre otros. Se presentó la ponencia: LA PROSPERIDAD DESEADA Y EL DESARROLLO AMBIENTALMENTE SUSTENTADO EN EL MARCO DE LA ANFICTIONÍA LATINOAMERICANA, la cual es una propuesta de reflexión ante la amenaza que representa la globalización para la región y la necesidad de reivindicar el pensamiento emancipador de nuestros antepasados aborígenes, libertadores, revolucionarios y guías filosóficos para la resurrección de la anfictionía latinoamericana, para lograr la DESCOLONIZACIÓN, la sustitución de valores, la confrontación, en todos los ordenes, desde lo más interno de nuestros seres.
En la ponencia se propone como herramienta en el hacer, una una tecnología ambientalmente sustentada que respete la vida y se integre a ella, que permita la producción de bienes y servicios no contaminantes, inherentes a nuevas formas de relación económica y social, al desarrollo de nuevas formas de producción y comercialización sobre la base de la equidad y la justicia social, guiadas por una racionalidad distinta, que valore el ambiente como centro y pilar fundamental para sostener las sociedades actuales y del futuro, retomando y construyendo valores para un nuevo modelo civilizatorio. Que pueda desde ya cristalizar hechos, en cada microterritorio, a la escala que sugieran las condiciones locales y regionales con sentido Anfictiónico. Sin perder la coherencia del gran proyecto latinoamericano. A la vez se propuso la creación de una Red Anfictiónica Ambiental Latinoamericana, como una instancia de solidaridad y coordinación de actividades conjuntas. Este trabajo fue elaborado por FUNDAGREA, FORJA y SOCOCARACAS y presentado por el educador ambiental Romer Sandrea en Panamá. Como consecución de las propuestas presentadas en el evento en Venezuela, nace la RED CIUDADANOS VOLUNTARIOS PARA EL AMBIENTE cuyo objetivo es: Contribuir al proceso de cambios educativos, sociales, políticos y científico-tecnológicos, que respete la diversidad cultural y con una activa participación y protagonismo social, en base a los principios Bolivarianos. Esta organización tendría la misión de articular acciones ambientales nacionales, y avanzar hacia la articulación de la Red Anfictiónica Ambiental Latinoamericana.

Se piensa hacer comunicar los dos mares por el Istmo de Panamá. Es regular que se piense en hacer comunicar entre si las regiones del continente - los pueblos de cada rejión - las provincias de cada pueblo - y las familias de cada lugar, y ¿qué se comunicarán?
-LAS LUCES SOCIALES
¡Qué hermoso será el ver los barcos atravesar de un mar á otro cargados de tesoros! .... ¡Mas hermoso sería (sin comparación) el ver á los americanos pasearse en su continente cargados de órden, de paz y de AMISTAD! ...
SIMON RODRIGUEZ

RED SOCOCARACAS

ESTADISTICAS DE VISITAS A LA REDSOCOCARACAS


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